Jorge Volpi

I

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellón de los más fino. Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba al rocín como tomaba a la posadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada» o «Quesada»,que en este caso hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Si bien resulta un poco original iniciar un relato con estas líneas, advierto que no hay que fijarse demasiado en las palabras, sino en la voz que las pronuncia: esa voz pastora y adhesiva, enérgica como un vino añejo, categórica y rotunda; esa voz que recuerda a un niño envejecido o a un viejo inmaduro; esa voz honda e insolente, delicada con los matices y los medios tonos, implacable con la sintaxis, vibrante como un órgano o una coral de Bach; esa voz antigua, eterna, prehistórica. Esa voz, en fin, que no tropieza ni recuerda de memoria, que no balbucea ni se diluye, que pronuncia cada letra y cada sílaba como si la inventase.

ARTICULO COMPLETO