La foto se
tituló “Ataque accidental de napalm” y “El terror de la guerra”, pero es
mundialmente conocida como “Napalm Girl”. Se tomó el 8 de junio de 1972
y muestra a una niña, Kim Phuc, de 9 años, desnuda, corriendo
desconsolada hacia el fotógrafo, huyendo de un ataque con napalm en una
aldea llamada Trảng Bàng.
La fotografía causó una tremenda conmoción en la opinión pública, que
seguía percibiendo que aquella guerra, que causó la muerte de dos
millones de personas inocentes, era tan absurda como criminal. Hoy, el
impacto mundial de “Napalm Girl” resulta envidiable por una sencilla
razón: en la actualidad llegan a nuestros teléfonos imágenes de víctimas
infantiles más espantosas que la de Kim Phuc quemada, pero la reacción
no es la misma.
Otorgar el Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado
es la última señal de que Occidente ha caído aún más bajo de lo que lo
había hecho hasta ahora.
Otorgárselo a una agitadora venezolana fascista y violenta que está
al servicio del régimen estadounidense demuestra cómo el Instituto Nobel
ha perdido por completo su credibilidad. Ya se encontraba en una
situación desesperada cuando otorgó los premios Nobel a los llamados
periodistas y líderes de la oposición bielorrusos, que no eran más que
marionetas de los Estados Unidos y la Unión Europea en sus programas de
cambio de régimen.
Esta medida escandalosa confirma que la violencia y el fascismo deben
ser recompensados y que el valiente y difícil trabajo de los médicos y
cirujanos en Gaza durante los últimos dos años debe ser ignorado por
ellos.
Personalmente, creo que el Instituto del Premio Nobel se vendió hace
mucho tiempo a los llamados «intereses neoliberales» occidentales para
mantener la farsa de una civilización occidental amante de la paz que
necesita liberar al resto del mundo del mal. Por supuesto, con múltiples
guerras y destrucción porque, como siempre dicen sus promotores
políticos, solo a través de las guerras se puede lograr la paz.
Con el inicio del genocidio sionista de Israel en Gaza y sus otros
horrores en Cisjordania, la máscara final de Occidente se derrumbó con
un estruendo ensordecedor. Durante dos años, Israel pudo asesinar sin
oposición a hombres, mujeres y niños, bombardeando sus hogares, sus
hospitales, sus universidades, sus mezquitas, sus escuelas, todo lo que
tenían. Y por si eso no fuera suficiente, los mató de hambre prohibiendo
la entrada de ayuda humanitaria. Como siempre, hubo cierta diplomacia,
pidiendo a Israel que detuviera el bombardeo de civiles, mientras que al
mismo tiempo todo Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, seguía
enviando armas a las FDI (Fuerzas de Defensa de Israel). Todos los
países occidentales son cómplices del genocidio en Gaza, por la sencilla
razón de que los palestinos son y fueron asesinados con los armamentos
que ellos enviaron. Solo que esta vez no pueden decir «Wir haben es
nicht gewusst» (No lo sabíamos).
El genocidio en Gaza ha tenido un impacto en la conciencia de
millones de personas. Y esto ha sido posible porque ahora vivimos en un
mundo en el que las redes sociales son la sala de redacción del mundo.
Todos pudimos ver lo que sucedió en Gaza y eso causó una conmoción en
nuestra conciencia. Y nadie pudo detener el flujo de información visual
directa que recorrió el mundo. Ni nuestros gobiernos, ni los principales
medios de comunicación, nadie.
Las calles y plazas de las ciudades se llenaron de manifestantes que
exigían el fin del genocidio y una Palestina libre. Mes tras mes, hasta
el pasado fin de semana, el 4 y 5 de octubre.
Algo nuevo ha despertado en la conciencia humana. La compasión y el
amor. Todos esos millones de personas en las calles y plazas de cientos
de ciudades y pueblos sienten el sufrimiento y el dolor del pueblo
palestino y exigen que se ponga fin a ello, desafiando a sus gobiernos y
a la policía antidisturbios enviada contra ellos en algunas ciudades.
El horror de Gaza es, de hecho, el horror de todo un sistema que pudo
ocultarse durante mucho tiempo tras máscaras bien confeccionadas,
manipulando las mentes de las personas, pero que ahora está al
descubierto ante los ojos del mundo. Un sistema violento en sus raíces
que ha causado durante su existencia dolor y sufrimiento en todo el
planeta y cientos de millones de muertes.
Con el despertar de la compasión y el amor por los que sufren, está
surgiendo un nuevo amanecer que, cuando extienda sus alas sobre todo el
mundo, eliminará todas las formas de violencia y anunciará el comienzo
de la Nación Humana Universal.
Buscada
por el FBI y la CIA. Evadida de una cárcel de máxima seguridad en Nueva
Jersey. Perseguida por mercenarios y cazarrecompensas. Exiliada y
acogida en Cuba como una heroína. Requerida a Fidel Castro por el Papa
Juan Pablo II. Esta es la historia de Assata Shakur, la Pantera más
negra y la mujer más…
Se busca
Es el día miércoles 2 de mayo del año 1973. Tres jóvenes negros
viajan en un Pontiac blanco desde Nueva Jersey hacia el sur de los
Estados Unidos. Son los tiempos duros de “la ley y el orden” de Richard
Nixon, y los protocolos del programa de contrainteligencia del FBI
exigen detener por faltas menores a los militantes o a los sospechosos
de serlo. Negros, latinos, indígenas, pacifistas, socialistas,
feministas. Da igual: todos son rotulados -y tratados- como criminales,
terroristas y enemigos del Estado.
Las fuentes oficiales dicen que el automóvil tenía dañadas las luces
traseras. Los oficiales Werner Foerster y James Harper deciden
detenerlo, quizás informados ya de la presencia en el vehículo de tres
militantes clandestinos del movimiento negro radical, o quizás sólo por
que estos “conducían en estado de negritud”, según la ocurrente
expresión de Mumia Abu-Jamal. En el vehículo viajan Zayd Malik Shakur,
Sundiata Acoli y Assata Shakur, ex miembros del Partido Pantera Negra y
por ese entonces integrantes del Ejército Negro de Liberación.
Organizaciones sindicadas como “grupos de odio nacionalistas negros”,
etiqueta que es aplicada de forma indiscriminada a agrupamientos de
propósitos diversos como la Nación Musulmana, la República de la Nueva
Afrika o el Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos.
La escena, a partir de entonces, es rápida, confusa, trágica. La
secuencia exacta de voces y movimientos es difícil de reconstruir, pero
lo que sabemos es que ante los gritos de los policías Assata levanta
instintivamente sus dos manos en el aire, cuando un disparo le destroza
la clavícula. Sólo Zayd atina a defenderse y tomar una de las armas que
están en el asiento trasero del Pontiac. Cae abatido y con él también
uno de los oficiales de policía. Assata recuerda: “había luces y
sirenas. Zayd estaba muerto. Mi mente sabía que él estaba muerto. El
aire era como cristal frío. Se alzaban enormes burbujas y estallaban.
Cada una parecía una explosión en mi pecho. Me sabía la boca a sangre y a
tierra”.
Luego es sacada a rastras del vehículo. Parece no haber rastros de
Sundiata. -Quizás haya logrado escapar- piensa, pero Sundiata será
arrestado poco tiempo después. Mientras tanto más policías se aglomeran a
su alrededor para darle una paliza. Uno de ellos le apoya el cañón de
un arma reglamentaria en la sien. La acusan de haber disparado pero sus
dedos, libres de pólvora según el test de activación de neutrones que le
hacen en el acto, no dejan lugar a dudas. Su mano cuelga inerte, casi
muerta. Assata no disparó. No pudo haber disparado con esa tira de carne
flácida que le cuelga del cuerpo y supo ser su mano diestra. Ha
recibido, en cambio, tres disparos: tiene un pulmón herido, una bala
alojada en el pecho y un brazo completamente paralizado. Las ráfagas de
dolor y una nueva tanda de golpes acaban por desvanecerla.
Una educación hostil
Antes de elegir el nombre de Assata Olugbala Shakur, su nombre de
combatiente, fue bautizada como JoAnne Deborah Byron. Apellido que en
nupcias cambió por el de su primer esposo Louis Chesimard, un activista
del que separaría por exigir que ella se amoldara a los preceptos de lo
que se suponía debía ser una mujer: la “santísima trinidad” de
esposa-madre-ama de casa. Con el tiempo Assata consideraría a sus
apellidos como “sus nombres de esclava”. Era frecuente en las décadas
del ‘60 y ‘70 que los activistas negros se rebautizaran con nombres de
inspiración africana y árabe, influidos por la revalorización del
verdadero “viejo continente” producida por el poderoso movimiento
musulmán negro y por el Black Power, aunque la huella del orgullo africano fuera visible desde los tiempos del movimiento Back to África y
las teorías caribeñas de la negritud. Assata, como tantas y tantos
otros, renegó de los apellidos legados a sus antepasados por sus dueños
esclavistas, que en este caso se remontaban en la historia hasta la
colonia francesa de Martinica. Otros ex esclavos, en cambio, recibieron o
se adjudicaron un apelativo genérico, el casi universal apellido
freeman -hombre libre-, con el que sus abuelos insistían en llamar a la
playa en que se emplazaba su negocio familiar en Wilmington.
Assata nació en Jamaica, pero no en la isla caribeña, sino en la
Jamaica del distrito de Queens en Nueva York. Curioso sitio, y con
extraños vecinos. Apenas un año antes había nacido allí, a pocas cuadras
de su casa, el nieto de un desertor y migrante ilegal llegado de
Kallstadt, en la actual Alemania. Un tal Donald John Trump -o Trumpf,
porque tal era el apellido familiar original-, quién sería a la postre
presidente de los Estados Unidos. Es difícil imaginar trayectorias más
divergentes que la de aquellos dos niños neoyorquinos.
Por lo demás Assata tuvo una infancia que llamaríamos normal si
normales fueran las sociedades racistas y la educación segregada del
tiempo de las leyes Jim Crow. Su niñez en el estado sureño de Carolina
del Norte estuvo marcada por una educación familiar que buscaba
inculcarle un fuerte sentido de la dignidad personal. Así lo recuerda en
su autobiografía: “Mis abuelos me prohibieron estrictamente que
contestara «Sí, señora» y «Sí, señor», o que me mirara los zapatos e
hiciera gestos serviles al hablar con los blancos. «Cuando hables con
ellos, mírales a los ojos», me decían. «Y habla en voz alta para
demostrar que no eres tonta»”.
Pero la educación para la vida ruda que debían enfrentar las
poblaciones afronorteamericanas también estaba mezclada con fuertes
dosis de meritocracia, valores propios de la pequeña y alta burguesía
negras educadas “a la Booker T. Washington”, una suerte de “Sarmiento
negro”. Sus abuelos querían que su nieta fuera una persona laboriosa,
que se integrara al selecto grupo de lo que llamaban “el diez por ciento
con talento”, que se juntara “con niños decentes” y que no utilizara
los idiolectos propios del inglés popular y sureño. Afortunadamente,
Assata no tardó en encontrarse con el eslabón más rebelde de su
genealogía familiar: su tío “Willie el salvaje”, un zambo de negra e
indio Cherokee, una suerte de leyenda que en las primeras décadas del
siglo denunciaba la explotación de las “personas de color” y desafiaba a
boca de jarro las normas de la sociedad segregada.
En la escuela en el sur todo era de segunda mano: la educación, los
sueldos de los profesores y hasta los libros, que llegaban usados y
rotos después de ser descartados en las escuelas para niños blancos.
Pero aún más complejo que el racismo institucionalizado, era el racismo
auto-infligido por una educación que estimulaba prácticas
auto-denigratorias que indicaban que lo negro era sucio, feo, malo y
estúpido. Paradójicamente, Assata recordaría sinsabores equivalentes en
la educación paternalista de las “escuelas integradas” de Nueva York en
donde, siendo la única niña negra de la clase, era vista y tratada como
una suerte de chimpancé parlante al que se le prodigaban
condescendientes “sonrisitas para negritos”.
Una re-educación política
Años más tarde, el proceso de re-educación en el movimiento negro le
llevaría a desandar todas las mitologías estatales de la historia
norteamericana, desde la Guerra de Independencia hasta la Guerra de
Secesión, desde la Conquista de América hasta la Guerra de Vietnam, en
un país que se ha pasado guerreando 223 de sus 244 años de existencia.
Una Assata urticante concluiría, por ejemplo, que el proceso por el que
las Trece Colonias conquistaron su independencia respecto de los
británicos fue una “mal llamada revolución” y que fue “liderada por unos
cuantos niños ricos blancos que se cansaron de pagar impuestos elevados
al rey”.
También sus ídolos de la infancia fueron demolidos uno a uno, desde
el patriarca Abraham Lincoln, partidario de la deportación masiva de
negros a Liberia, Haití o cualquier otro destino de África o el Caribe,
hasta Elvis Presley, quién se refirió a que lo único que los negros
podían hacer por él era comprar sus discos y lustrarle los zapatos, y
que en 1970 se ofreció como soplón voluntario para el FBI.
Entre la venalidad de los arribistas negros y la banalidad del restringido y racializado American Way of Life,
la joven Assata irá buscando a tientas un camino. Un hito importante
será su encuentro con estudiantes africanos en la universidad, los
cuales le revelarán un mundo más allá de los estereotipos en boga: el de
los comunistas que en las tiras cómicas se vestían todos iguales y
trabajaban invariablemente en las minas de sal, el de los africanos
calibanescos que comían carne humana y andaban con taparrabos, o el del
evangelio democratizador que se suponía que los marines norteamericanos
-blancos y negros- estaban llevando a Vietnam. Se trataba de cepillar a
contrapelo una educación plena de estereotipos y fantasías sobre el
Tercer Mundo en un país que, como ninguno, ignora profundamente el mundo
que domina. Assata concluirá en aquel período como estudiante: “Todo es
mentira en amérika [sic] y lo que lo mantiene en marcha es que
demasiada gente se lo cree”.
Como muchos jóvenes, Assata llegó al movimiento negro radical después
de un proceso de desencantamiento con los límites de la prédica
no-violenta y del proyecto integracionista del movimiento por los
derechos civiles. Integrarse, sí. ¿Pero integrarse a qué? ¿Cuántos y
quiénes podrían hacerlo? ¿Qué pasaba con el “noventa por ciento sin
talento”? ¿Cuál era el costo -político, ideológico, ético- de dicha
integración? ¿Integrarse no implicaba negarse? ¿Era posible integrarse
sin usufructuar parte de los dividendos de la política colonial? ¿No se
asemejaban acaso las políticas que el Estado norteamericano implantaba
en lo guetos de negros con la que exportaba a los países del Tercer
Mundo?
Assata evoca las reuniones de la NAACP (la Asociación Nacional para
el Progreso de las Gentes de Color), una veterana organización de la
pequeña burguesía negra que predicaba la no-violencia y el “poner la
otra mejilla”. Pero la violencia estatal continuó devorando por igual a
pacifistas y beligerantes, mientras la lista de mártires se engrosaba
por aquellos años: Viola Liuzzo, Imari Obadele, Medgar Evers, Martin
Luther King, Malcolm X, Fred Hampton, Emmet Till, George Jackson, Nat
Turner, James Chaney y un largo etcétera. Assata llegará a la conclusión
de que “nadie en el mundo, nadie en la historia, ha conseguido nunca su
libertad apelando al sentido moral de la gente que los oprimía” y que
“el movimiento de los derechos civiles nunca tuvo ni la más mínima
posibilidad de triunfar”.
El nacionalismo negro estaba entonces en pleno auge, y durante su
estadía en el Manhattan Community College, Assata no tardará en
participar en reuniones de la República de la Nueva Afrika, un
movimiento que pretendía el establecimiento de una nación negra
independiente en los estados sureños de Carolina del Sur, Georgia,
Alabama, Mississippi y Louisiana. Lo que antes se conocía como el Black Belt o
“cinturón negro”, una vieja propuesta que ya habían defendido
comunistas como Harry Haywood. Sin embargo, Assata prescindirá de una
participación activa hallando la idea sugerente pero inviable.
Entrará en contacto también con los Boinas Cafés, una organización
revolucionaria de chicanos; con los maoístas chino-estadounidenses de la
Guardia Roja en Chinatown; y visitará repetidas veces a los indígenas
estadounidenses y canadienses que habían ocupado la Isla de Alcatraz en
protesta por la desposesión de sus tierras. Y, finalmente, en ese
hervidero que eran los Estados Unidos de finales de los ‘60 y principios
de los ‘70, conocerá en Oakland al Partido Pantera Negra, con lo que su
concepción política dará un giro internacionalista. A través del
estudio de los procesos de liberación africanos llegará,
indefectiblemente, a identificarse con el marxismo y el comunismo, en
particular con los procesos y líderes del Tercer Mundo: Fidel Castro, Ho
Chi Minh, Agostinho Neto, Carlos Marighella, Ernesto Che Guevara, etc.
Pantera
Su fascinación con las Panteras Negras, una organización fundada en
1966, había sido inmediata, aunque su incorporación a la organización
ellas se hubiera demorado. En particular, le atraía el hecho de que sus
militantes “no trataban de parecer intelectuales hablando de la
burguesía nacional, del complejo industrial (…) Simplemente llaman
cerdos a los cerdos. (…) Hablaban de los cerdos políticas racistas y de
los perros racistas”. En particular, vio en la organización una
estrategia coherente de autodefensa por parte de las propias
comunidades, y un aceitado ejercicio de solidaridad con los movimientos y
procesos de liberación del Asia, África y América Latina y el Caribe.
Pese a reflexionar en ese entonces en torno a la insuficiencia de las
luchas estudiantiles, Assata continuó desarrollando labores en el medio
universitario para el Partido. También se desempeñó en el equipo médico
de la organización y en el Programa de Desayunos que la organización
brindaba gratuitamente a más de 10 mil niños, rebasando las tradiciones
prácticas de caridad eclesiástica y ensayando desde allí la organización
política de las comunidades. Por ese entonces trabajó en la campaña
para recaudar fondos por la liberación de las 21 panteras que habían
sido encarceladas por el FBI.
Eran tiempos frenéticos, apabullantes, con muchos nombres y muchos
rostros que circulaban profusamente. Pronto el Partido y otras
organizaciones entrarían en un espiral descendente en el que se
confundirían y amplificarían los errores propios y las intrigas del
COINTELPRO, el programa creado por el FBI para infiltrar y destruir los
movimientos radicales. La campaña sistemática y masiva del programa
incluía intrigas, rumores, cooptación, espionaje, infiltraciones,
represión, tortura, asesinato y otros métodos non sanctos. Su
resultado sería el desbaratamiento de organizaciones enteras, el
encarcelamiento masivo de disidentes y el vuelco precario de miles de
militantes a la clandestinidad.
Assata propone, en su autobiografía, un ejemplar ejercicio de crítica
y autocrítica que incluye, entre varios elementos: el señalamiento del
fetichismo armado de ciertos miembros del partido; la insuficiencia de
los planes de formación política, en particular en lo que a organización
y movilización refiere; un internacionalismo a veces algo abstracto que
prescindía del análisis y la comprensión de la propia realidad
nacional; un método de trabajo que en su versión más tosca se resumía en
la fórmula portación de armas más asistencia social; el automatismo y
la falta de pedagogía de ciertos procesos; el sexismo y el “culto al
macho” reforzado por la propia lógica militarista; las dificultades para
distinguir entre la lucha política legal y la lucha militar
clandestina; el dogmatismo y las purgas de dirigentes y militantes
valiosos; y, finalmente, el militarismo y la sustitución del trabajo
político. Como resultante Assata y otros militantes abandonarían un
partido ya casi reducido a su mínima expresión, y se integrarían a una
organización más flexible y descentralizada: el Ejército Negro de
Liberación.
Presa
“Hermanos y hermanas Negras, quiero que sepan que les amo y que
espero que en algún lugar de su corazón tengan amor para mí. Me llamo
Assata Shakur (…) y soy una revolucionaria. Una revolucionaria Negra.
Con eso quiero decir que he declarado la guerra a todas las fuerzas que
han violado a nuestras mujeres, han castrado a nuestros hombres y han
mantenido a nuestros bebés en la miseria. (…) Soy una revolucionaria
Negra y, como tal, soy una víctima de toda la ira, el odio y la
maledicencia de la que ameŕika [sic] es capaz. Como a todos los otros
revolucionarios Negros, amérika intenta lincharme”. Así comienza una
cinta grabada el 4 de julio de 1973.
Los policías que la custodian en el hospital se saludan
alternativamente con la venia militar o con el saludo nazi-fascista.
Assata asegura que siempre los llamó nazis o “cerdos fascistas” en un
sentido figurado, pero ahora se enfrenta a la dura constatación de la
retórica. A partir de allí comenzará un largo periplo de seis años y
medio por hospitales, tribunales, cárceles de alta seguridad y celdas de
aislamiento. Será encontrada inocente en la inmensa mayoría de los
cargos que se le imputan -portación ilegal de armas, asalto, secuestro,
asesinato- incluso de aquellos por los que huía la noche de su captura.
A partir de allí será sometida a toda suerte de privaciones. A la
libertad, primero, pero será muy clara sobre sus limitaciones históricas
para las poblaciones negras de los Estados Unidos: “La única diferencia
entre esto [la cárcel] y la calle es que una es de máxima seguridad y
la otra es de mínima. La policía patrulla nuestras comunidades justo
como aquí patrullan los guardias. No tengo ni la más remota de lo que se
siente ser libre”. Será recluida en cárceles de hombres. Se le denegará
el reposo y hasta la oscuridad, sometida a 24 hs diarias de vigilancia.
Le será retaceada una atención médica adecuada, incluso durante su
embarazo y su parto en el Hospital Elmhurts, en el que dará a luz atada a
una cama y custodiada por policías armados. Durante nueve meses no
dejará de preguntarse: “¿Cuántos lobos se ocultan en la maleza para
comerse a mi hijo?”.
Luego será obligada a trabajar de forma gratuita en prisiones
federales, una práctica rutinaria y “legal” a resguardo de la fatídica
Decimotercera Enmienda de la Constitución. Se le confinará en
aislamiento durante largos períodos hasta el punto de llegar a perder de
forma temporal y parcial la capacidad del habla. Será agredida
sexualmente y amenazada permanente con ser violada. Sufrirá juicios de
carácter netamente político, con procesos inverosímiles, jurados casi
exclusivamente blancos y jueces venales, pero no se le permitirá una
defensa política de su vida y de su causa. Será linchada mediáticamente,
y el juicio que finalmente la encontrará culpable de homicidio tan sólo
rubricará la culpabilidad ya sentenciada por la prensa. Sufrirá todas
las formas de tortura concebibles para al fin afirmar indoblegable: “yo
tengo que ver con la vida”.
A esta altura de la pequeña saga conformada por nuestras bitácoras,
es inevitable que la historia de los y las internacionalistas se
atraigan, se acerquen, se rocen y en ocasiones hasta se abracen. En la
cárcel de mujeres de máxima seguridad de Alderson, en Virginia
Occidental, diseñada para “las mujeres más peligrosas del país”, Assata
se topará con una mujer blanca entrada en años, con cabello entrecano,
“de aspecto digno, de maestra de escuela”. Inmediatamente reconocerá en
ella a Lolita Lebrón, la heroica independentista puertorriqueña. Nunca
la sororidad tuvo un sentido más pleno que entre esas dos mujeres que
pagaban con holgura el precio de su determinación. Lolita, valiente,
inquebrantable, mística, llevaba ya un cuarto de siglo privada de su
libertad, alejada de su patria y sus afectos y políticamente aislada,
sostenida tan sólo por su fe y su pasión por la causa independentista
boricua. Lolita marcaría también otro hito en el proceso de formación de
Assata, al llevarla a reconsiderar aspectos como la religiosidad
popular, los vínculos entre cristianismo y socialismo, y a conocer la
corriente latinoamericana de la teología de la liberación.
Libre y sin color
“«Vas a volver pronto a casa (…) No sé cuándo, pero vas a volver a
casa. Vas a salir de aquí.», le había dicho su abuela tras un sueño que
sería un presagio. De esta vida llena de hiatos, clandestinidad y falsas
identidades -Assata llegaría a tener más de 20 alias- nada resulta tan
misterioso como su fuga, el 2 de noviembre de 1979, del penal de máxima
seguridad del condado de Clinton. Lo poco que sabemos es que tres
hombres negros armados irrumpieron en la prisión tomando a dos guardias
de rehén, liberándola en una operación de precisión quirúrgica, sin
bajas ni heridos. Se presume que se habría tratado de una acción de sus
compañeros del Ejército Negro de Liberación largamente planificada.
Después de cinco nuevos años de vida clandestina bajo las narices de la
CIA y el FBI, Assata conseguiría pegar un salto de gacela hacia Cuba.
Allí verá, materializadas en aquel pequeño laboratorio insular, las
tentativas de igualdad radical por las que siempre había luchado:
“Aunque saben del racismo y del ku klux klan y del desempleo, ese tipo
de cosas no entran en su concepción de la realidad. Cuba es un país de
esperanza. Su realidad es tan diferente. Me impresiona cuánto han
conseguido los cubanos en tan poco tiempo de Revolución”. En particular,
le sorprendería la realidad y el tratamiento de la cuestión racial: “Se
veía a Negros y blancos juntos por todas partes: en coches y paseando
por las calles. Niños de todas las razas jugaban juntos.” “Un amigo
cubano Negro me ayudó a entenderlo mejor. Me explicó que los cubanos
daban por hecho su herencia africana. (…) Me dijo que Fidel, en un
discurso, le había dicho a la gente: -Todos somos Afro-Cubanos, de los
más paliduchos a los más morenos. (…) Aunque estaba de acuerdo conmigo,
me dijo enseguida que él mismo no se veía a sí mismo como Africano: -Yo
soy cubano”.
Aún más, aquel amigo suyo se refirió a un compatriota
desembozadamente racista que se había opuesto, originalmente, al
matrimonio de una de sus hijas con un negro cubano. Su razonamiento,
ante el hecho, será inapelable: “Mientras apoye la Revolución, no me
importa lo que piense. Me importa más lo que hace. Si realmente apoya la
Revolución, cambiará. E incluso si no cambia, sus hijos van a cambiar. Y
sus nietos cambiarán todavía más.” ¿Es qué acaso se ha establecido
mejor definición de lo que es una revolución?
En otra ocasión Assata fue llamada “mulata” y llegó a sentirse
profundamente ofendida: “-Yo no soy mulata. Yo soy una mujer Negra, y
estoy orgullosa de ser Negra -le decía a la gente (…) Algunas personas
entendían lo que quería decir, pero otros pensaban que estaba demasiado
obsesionada con el tema racial. Para ellos, mulato era simplemente un
color, como rojo, verde o azul. Pero para mí representaba una relación
histórica.” De pronto, en aquella latitud caribeña, Assata Shakur, “la
pantera más negra”, negra en lo que negro tenía de carga racista y
estigmatizante, pero también de orgullo racial y autoestima combatiente,
se encontraba en Cuba sin color. Quizás alguna vez se haya topado con
aquel poema de Nicolás Guillén que rezaba: Aquí hay blancos y negros y
chinos y mulatos. / Desde luego, se trata de colores baratos / pues a
través de tratos y contratos / se han corrido los tintes y no hay un
tono estable. / (El que piense otra cosa que avance un paso y hable.)
Assata Shakur, a sus 73 años, lleva una vida discreta y sigilosa para
no llamar la atención de los mercenarios y cazarrecompensas que buscan
capturarla y colocarla en una lancha rumbo a la Florida, en donde el
FBI, burlado una y otra vez, ha ampliado a 2 millones de dólares la
cifra que ofrece por su captura. Alguna vez Assata preguntó: “¿Por qué
merezco tal atención? ¿Por qué represento tal amenaza?”. La pregunta
encabezaba una carta personal que envió al papa Juan Pablo II, quien
había sido convencido de solicitar a Fidel Castro su extradición a los
Estados Unidos durante su visita a Cuba en enero de 1998. Un inmenso
cartel aparecido en la isla dió la respuesta lacónica de Fidel y el
pueblo cubano: hands off Assata -las manos fuera de Assata-.
Quizás Assata Olugbala Shakur represente aún hoy una amenaza por haber
logrado comprender que correspondía a ella concretar los sueños que su
abuela soñaba, “que los sueños y la realidad son opuestos” pero que “es
la acción lo que los sintetiza”
La USAID ha
sido denunciada por el propio presidente de Estados Unidos, Donald
Trump, de utilizar miles de millones de dólares para financiar
coberturas mediáticas favorables. Foto: EFE - Publicada en teleSUR.
Daniel Ruiz Bracamonte
teleSUR
Tras la fachada de promover la
“libertad de prensa», la USAID invirtió miles de millones de dólares por
más de dos décadas en ONG y medios afines, moldeando narrativas pro
estadounidenses en regiones estratégicas.
En su artículo «Press Freedom Under Threat» (2023), revelado por el sitio Wikileaks, la Agencia de los Estados
Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) despliega un relato
heroico en «aparente» lucha contra la censura y su apoyo a medios
clasificados como «independientes» como garantes de la democracia. Sin embargo, detrás de este altruismo, ahora se descubre toda una estrategia sofisticada de injerencia en el ecosistema mediático mundial.
Según el informe de la USAID se destinaron $3.200 millones desde 2010 a programas de «fortalecimiento mediático» en 70 países,
con énfasis en regiones estratégicas como Europa del Este, América
Latina y África. Estos fondos, canalizados a través de ONG como
Internews, International Center for Journalists (ICFJ) o Freedom House, se justifican como defensa contra «regímenes autoritarios».
En los criterios de selección de beneficiarios solo reciben apoyo organizaciones que alinean su agenda con prioridades de política exterior estadounidense. Un ejemplo ilustrativo, entre miles, ocurrió en Nicaragua cuando el
medio «Confidencial» —financiado por USAID y la NED— fue clave en la
cobertura de las protestas de 2018, promoviendo un relato alineado con
la narrativa de «cambio de régimen» impulsada por Washington.
Mientras, medios críticos con la oposición violenta y apegados a la
realidad de los hechos, fueron excluidos posteriormente de programas de
capacitación y subsidios.
El caso de los «periodistas fellows»
El documento filtrado refleja como la USAID presume de formar a 12.000 periodistas
al año en «estándares éticos y técnicas innovadoras». No obstante,
estos programas priorizan la enseñanza de herramientas digitales
vinculadas a plataformas estadounidenses (Google, Meta) y enfoques editoriales que refuerzan la visión occidental de derechos humanos, seguridad y democracia.
En Ucrania, el proyecto Media Deep Dive (2021-2023), con $15 millones de USAID, entrenó a periodistas en «desmentir propaganda rusa». Si bien esto parece legítimo en contexto de guerra, el programa excluyó a medios que cuestionan el historial de corrupción del gobierno ucraniano o el rol de empresas militares estadounidenses en el conflicto.
Con $268 millones congelados por la administración Trump en 2020 —y
restablecidos bajo Biden—, medios locales y periodistas entrenados por
USAID se alinearon con la narrativa prooccidental, especialmente tras la
Operación Especial de Rusia. Desde entonces el 90% de la información
procedente de Ucrania está influenciada por este esquema.
El informe de USAID filtrado también señala una presunta
«represión» a periodistas en China, Rusia o Venezuela, pero omite su
silencio cómplice ante abusos de aliados como Arabia Saudita, Israel o
Colombia. Peor aún, organizaciones financiadas por USAID suelen
evitar investigar temas sensibles para Estados Unidos, como, por
ejemplo, el impacto de bases militares en Okinawa (Japón) Guantánamo
(Cuba) o la extracción de litio en Argentina por empresas
norteamericanas.
Es emblemático el rol de los medios que funcionan como ONG
mediáticas, denominados también como alternativos que están asociados a
proyectos de USAID. También las ONG que, bajo el paraguas de la
lucha ambientalista, por los derechos indígenas, incluso deportivos,
reciben los fondos para su funcionamiento y que en muchos de los casos
son vitales para su funcionamiento.
En este sentido, la USAID afirma promover «medios diversos»,
pero su modelo margina proyectos comunitarios, indígenas o
anticapitalistas que rechazan su financiamiento por principios.
En Bolivia, el medio Red Patria Nueva perdió visibilidad al negarse a
participar en talleres de USAID, mientras competidores «capacitados» por
IREX acapararon espacios públicos. Una estrategia similar está dirigida hacia Venezuela.
Cuando el financiador dicta la noticia
La reciente revelación de la inyección de millones de dólares a medios como POLÍTICO, Associated Press (AP) y la BBC —bajo
el paraguas de USAID— muestra el sistema de influencia mediática de
alcance global de Washington. Según documentos filtrados por WikiLeaks y
un análisis publicado por Reporteros
Sin Fronteras (RSF), detalla que USAID financia a más de 6.200
periodistas en 707 medios y 279 ONG «mediáticas» en más de 30 países. Estas cifras, extraídas de una hoja informativa retirada por USAID en 2023, revelan un alcance masivo.
El presupuesto asignado por el Congreso para 2025 —$268.3 millones destinados a «medios independientes»— pone el foco en la prioridad geopolítica estadounidense en moldear narrativas en zonas estratégicas. Sin embargo, como señala el Columbia Journalism Review, este modelo no fortalece el periodismo, sino que lo somete a una lógica de dependencia.
El caso de POLÍTICO fue escalando en los medios estadounidenses. Según USASPENDING.gov, este medio recibió millones de dólares de agencias estadounidenses durante los años de Biden.
Su cobertura durante las elecciones de 2020 —incluyendo el polémico
artículo de los «51 oficiales de inteligencia» que desacredita el
escándalo de la laptop de Hunter Biden— fue señalada como propaganda
partidista.
Pero el escándalo mayor estalló en 2021 cuando POLÍTICO fue
vendida al conglomerado alemán Axel Springer por $1.000 millones, usando
fondos de contribuyentes estadounidenses para apuntalar su expansión. Como denuncia
ZeroHedge, el dinero público terminó financiando un «gigante mediático
extranjero», cuyos intereses editoriales «priorizan agendas
transatlánticas».
La BBC del Reino Unido y el New York Times también aparecen en la lista de beneficiarios. La primera recibió $3.2 millones, y la segunda $3.1 millones de fondos federales, según datos oficiales.
RSF advierte que la dependencia de la ayuda estadounidense ha «sumido
en el caos al periodismo global». Medios críticos que rechazan estos
fondos —por temor a perder autonomía— enfrentan asfixia económica, y
muchos han sido atacados por los propios medios financiados por USAID, acusándolos de «desinformación» o «propaganda».
Ejemplo paradigmático es el de medios latinoamericanos como
TeleSUR, señalados por POLITICO y AP como «voceros de regímenes
autoritarios», mientras sus contrapartes financiadas por USAID gozan de
etiquetas como «medios independientes verificados». La línea entre periodismo y activismo se difumina cuando el dinero define quién tiene voz.
El rol de la USAID en el ecosistema mediático latinoamericano
Retomando el concepto de «manufactura del consenso» acuñado por Noam Chomsky y Edward Herman, un artículo de NACLA argumenta que, durante el siglo XX,
agencias estadounidenses como la CIA financiaron periódicos, radios y
televisoras para promover narrativas anticomunistas y respaldar
regímenes aliados. En la actualidad, señala el texto, esta
estrategia se ha sofisticado: bajo el discurso de promover la «libertad
de prensa» y la «sociedad civil», organismos como la USAID y la National
Endowment for Democracy (NED) canalizan recursos a medios digitales y
periodistas independientes que, conscientemente o no, replican marcos
discursivos alineados con la política exterior estadounidense.
Al menos 30 medios digitales y organizaciones periodísticas
en países como Colombia, Venezuela, Nicaragua, Cuba y México son
beneficiarios directos de fondos de USAID entre 2020 y 2024.
Estas asignaciones de miles de millones, se justifican bajo el paraguas
de «fortalecer la democracia» y «promover la libertad de prensa». No
obstante, los recursos están concentrados en entidades que priorizan
coberturas alineadas con narrativas críticas hacia gobiernos
considerados adversarios de Washington, como los de Venezuela y
Nicaragua.
En Venezuela, al menos una decena de medios, y en el exterior
—como NTN24 Venezuela, Caraota Digital y VivoPlay— operan desde
Colombia, España o Estados Unidos con financiamiento de USAID. Según
los datos, los millonarios aportes son destinados principalmente a
reportajes sobre la «crisis humanitaria» y la supuesta «represión
política», pero con escaso enfoque en las consecuencias de las sanciones
económicas de EE.UU.
Durante su programa a inicio de septiembre de 2024, el
presidente venezolano Nicolás Maduro desató una polémica al exhibir un
cartel con los logos de medios digitales como Tal Cual, El Pitazo,
Efecto Cocuyo, Armando Info, El Estímulo y Analítica, acusándolos de
operar como herramientas de injerencia extranjera. «Son
portales fundados y financiados por la USAID, posicionados para imponer
su realidad paralela», afirmó Maduro en diálogo con el Embajador de
Venezuela ante la ONU, Samuel Moncada.
El cartel mostrado incluía además a Armando Info, especializado en datos, y Analítica, una especie de think tank que publica análisis políticos. Ambos reciben subvenciones de la NED bajo la etiqueta de «innovación democrática». Según el informe, estas organizaciones canalizaron cientos de miles de dólares para «estudios sobre gobernabilidad», cuyos resultados son citados frecuentemente por congresistas estadounidenses para justificar nuevas sanciones contra Venezuela.