Aguantó los peores ataques de Santiago Carrillo y una fea campaña difamatoria de Felipe González y Alfonso Guerra.
También los achaques del trabajo, cuando no le quedó más remedio que
volver a la mina tras abandonar la política y sufrió un terrible
accidente laboral. Tiene la salud muy delicada, pero Gerardo Iglesias
(La Cerezal, 1945) aún conserva energías para investigar la represión
franquista en su región y redactar sus memorias. También se ha sumado a
la causa abierta en Argentina contra la represión de la dictadura
aportando el caso de sus familiares. Mientras fue secretario general del
PCE, sus ideas causaron el mismo rechazo de los poderes del mundo
capitalista que de los Gobiernos de la URSS anteriores a Gorbachov.
Esta forma de entender el mundo de su tiempo le llevó a formar
Izquierda Unida, pero no pudo darle la continuidad que le hubiera
gustado al espíritu original del proyecto. No quiere dar ya entrevistas,
pero hace una excepción.
Es usted descendiente de una familia de comunistas.
Soy
descendiente de una familia de personas; personas que en un momento
dado pues, efectivamente, ingresaron en el Partido Comunista. Somos de
un pequeño pueblecito, casi una aldea, que se llama La Cerezal y
pertenece al Ayuntamiento de Mieres. Toda mi familia, sobre todo por
parte materna, han sido militantes del partido. También mi padre. Y por
ello han sufrido todos los embates de la represión franquista.
Participaron en la guerra, mi padre estuvo en diversos frentes en
Asturias. Y cuando acabó la guerra de trincheras, que aquí fue en el 37,
fue hecho prisionero. Lo llevaron primero a un campo de trabajo en
Teruel, luego estuvo en otros campos de concentración, en Guernica,
también en la cárcel de Zaragoza. Toda una peripecia durante varios
años. No tengo muchos recuerdos de cosas que me contara, salvo detalles
del sufrimiento de los campos de concentración, de los batallones de
trabajadores. Era horrible vivir bajo esas circunstancias cuando,
además, la política del franquismo ya se sabe cuál era con los vencidos:
el «exterminio por hambre o por fuego».
Desde mediados de los años setenta
del siglo XX, lleva investigando, entre otros temas, sobre el proceso
colectivizador durante la Guerra Civil, cuya última publicación en 2016
es “La plasmación de los ideales revolucionarios en el mundo campesino
durante la Guerra Civil. Boletín del Instituto de Estudios Giennenses
(CSIC). (214), 253-285 (https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/6161150.pdf).
INTRODUCCIÓN
Si hasta la última década del siglo XX
los aspectos que más se destacaron de la Guerra Civil española fueron
los cambios sociales y revolucionarios experimentados en la retaguardia
republicana, actualmente se está haciendo más hincapié en cuestiones
culturales, simbólicas y memorialistas sobre las víctimas y la
represión. Pese a los indudables aspectos negativos relacionados con
estas últimas cuestiones, para una parte no desdeñable de los
trabajadores de la zona republicana aquellos momentos se vivieron como
algo positivo, al darles el conflicto la oportunidad de poner en
práctica las ideas difundidas sobre la colectivización o socialización
de los medios de producción, y el principal de ellos era la tierra.[2]
Lo que ocurrió entre el campesinado de
la zona republicana desde el comienzo mismo de la Guerra Civil resulta
un buen ejemplo del devenir de los acontecimientos que se precipitaron
tras la sublevación de una parte del ejército contra el gobierno de la
Segunda República. Eso fue lo que les dio la oportunidad de poner en
práctica sus ideales revolucionarios, tanto tiempo postergados. Su
actuación respondió a distintos condicionantes políticos, sociales y
económicos que explican un nuevo posicionamiento alternativo al modo de
vida que llevaban.
En los casos de las zonas republicanas
de Aragón, Andalucía, Castilla-La Mancha, Extremadura y Levante (gráfico
1), donde se impuso un claro predominio de los sindicatos de clase (UGT
y CNT) y de las organizaciones de los trabajadores en sentido amplio
(PSOE, PCE, JSU, JJLL, SRI, Mujeres Antifascistas, Unión de Muchachas,
Mujeres Libres) o de los partidos republicanos (IR y UR), la principal
característica fue que, al menos inicialmente, el campesinado se hizo
cargo de su propio destino. Es decir, que pasaron a controlar su
principal medio de producción, que era la tierra, bien porque la
trabajaban directamente en régimen individual con ayuda de su familia, o
bien porque la trabajaban colectivamente. Así pues, la Guerra Civil
provocó un transcendental cambio al abrir la posibilidad de beneficiarse
de los derechos de propiedad de la tierra de manera colectiva.
Gráfico 1
Colectividades agrarias en la zona republicana (1936-39)[3]
Se concluye que la Guerra Civil fracturó
socialmente al campesinado, fuertemente politizado y polarizado entre
izquierdas y derechas.[4]
Pero, desde las posiciones ideológicas de izquierdas, para muchos
campesinos de la zona republicana fue una lucha de clases por las armas
que les daba la oportunidad de llevar a la práctica sus ideales de
comunismo libertario, colectivización o socialización.
EL PROCESO REVOLUCIONARIO DE LA COLECTIVIZACIÓN
En los últimos años se ha consolidado la
visión de que la Guerra Civil fue la solución de continuidad de la
conflictividad sociolaboral y política, y de la violencia colectiva
desarrollada durante la Segunda República. Unos argumentos que ya fueron
utilizados para justificar la sublevación de una parte del ejército,
apoyada por abundantes elementos derechistas de la sociedad civil y que
dieron lugar a los pocos meses a la Guerra Civil.[5] Es exactamente la misma explicación que utilizaron los franquistas a posteriori
para justificar su “Alzamiento Nacional” y darle una legitimidad de
partida que no tenía, para “salvar a España de sus enemigos” y de la
“implantación del comunismo”.[6]
Por otro lado, la reciente
historiografía sobre la Guerra Civil ha desmitificado los factores
revolucionarios desencadenados por la rebelión militar y la resistencia
popular desarrollada, que fue unida a los procesos de colectivización de
amplios sectores productivos, desde la tierra a las fábricas y
comercios, los transportes o los espectáculos públicos, en una oleada
que se extendió por casi toda la retaguardia republicana.
Posteriormente, se recondujo como se pudo desde mediados de 1937, tanto
para conseguir una mayor eficacia productiva, como por razones políticas
para cercenar el enorme poder que, de hecho, habían acumulado los
sindicatos (UGT y CNT). Estos, por su parte, compitieron entre sí para
ampliar sus respectivas influencias. Inevitablemente, el debate estaba
servido entre colectivistas e individualistas y por extensión entre
revolucionarios y moderados reformistas.[7]
Entre los partidarios de consolidar la
revolución puesta en marcha se encontraban los sindicatos de la CNT y la
UGT, sobre todo su federación de trabajadores de la tierra (FETT); pero
también otros grupos minoritarios del PSOE en la órbita de Largo
Caballero y del periódico Claridad o los comunistas del POUM,
que consideraban compatibles la consolidación de las conquistas
revolucionarias y la resistencia militar. Por otro lado, estaban las
posiciones de los republicanos, simbolizados por personas como Azaña o
socialistas como Negrín y los comunistas del PCE y las JSU, con
influencia en organizaciones muy populares como el SRI o Mujeres
Antifascistas, que se oponían al establecimiento de un régimen
revolucionario, anteponiendo la defensa de una república democrática
parlamentaria y reformista.
El debate, de una u otra forma, se
mantuvo en la historiografía sobre la Guerra Civil, aunque se cambiase
el objeto de atención sobre otros aspectos de la vida cotidiana de la
guerra, que evidentemente resultan poco revolucionarios. En última
instancia, la gente lo que quería era sobrevivir, y la mayoría de las
actitudes por muy revolucionarias que fueran al principio -en el sentido
de intentar cambiar el sistema capitalista-, terminaron siendo del tipo
de “vive y deja vivir”, sobre todo a partir de 1938 con la resistencia a
toda costa propugnada por Negrín y el PCE. Las consecuencias,
naturalmente, resultan poco heroicas y bastante prosaicas, bien sean
desde posturas oportunistas, cínicas o de mera supervivencia que
afectaron, no sólo a la población normal y corriente desideologizada o
despolitizada, sino también a los militantes más comprometidos.[8]
El estudio del proceso colectivizador no
está cerrado en absoluto, ni para los emblemáticos y bien conocidos
casos de las colectivizaciones anarcosindicalistas de Cataluña y Aragón,
ni para los menos difundidos de Castilla-La Mancha, Madrid, Murcia,
Levante o Andalucía. Todavía queda por delimitar mejor las diferencias
teóricas y prácticas entre las colectivizaciones agrarias e industriales
durante la Guerra Civil. Se ha abierto una discusión, con sólidos
argumentos y fuentes de primera mano, sobre si realmente las
colectiviyzaciones agrarias surgidas en Aragón fueron puestas en marcha
principalmente por los anarcosindicalistas urbanos de Barcelona, que
trasladaron a las zonas rurales sus esquemas colectivistas pensados para
las industrias, pero no para el campo. ¿Qué hubo de cierto en esto?
Posteriores investigaciones no han confirmado esa interpretación.[9]
La Guerra Civil provocó una nueva
situación en el campo de toda la retaguardia republicana que
prácticamente todos los investigadores califican de revolucionaria. En
las colectividades agrarias fueron los líderes sindicales y los
militantes anarcosindicalistas de la CNT y los socialistas de UGT y PSOE
los que desplegaron su dominio. Los sindicatos alcanzaron en toda la
zona republicana unos seis millones de afiliados a raíz de un decreto de
agosto de 1936 disponiendo la sindicación obligatoria.[10]
Pero los partidos obreros y republicanos quedaron en un segundo plano
en los primeros meses de la guerra. El poder efectivo no lo tenían,
aunque se atribuían la representación genuina de los trabajadores: el
PSOE contaba con unos 80.000 afiliados y el PCE con 60.000, aunque este
último alcanzó los 250.000 en marzo de 1937.[11]
El proceso colectivizador no fue un
fenómeno dejado a la espontaneidad indeterminada de los trabajadores. No
es habitual encontrar como integrantes de los comités directivos de las
explotaciones agrarias, ni tampoco en las empresas industriales o del
sector servicios, a trabajadores que no estuvieran previamente afiliados
a los sindicatos.[12]
La razón reside en que muchos de los nuevos colectivistas “que antes de
la revolución eran jornaleros o pequeños propietarios, no estaban
interesados o no entendían los ideales libertarios o socialistas”.[13]
Es lógico que las organizaciones de los trabajadores procurasen, en
general, que ningún afiliado reciente alcanzara posiciones de
responsabilidad en la nueva organización de la producción; incluso en el
caso de que los anteriores propietarios permaneciesen en las tierras o
las empresas colectivizadas, se les asignaban tareas complementarias o
meramente administrativas, no siendo infrecuente que llevasen la
contabilidad de las empresas colectivizadas, ya que muchas veces eran
los únicos capacitados para ello.[14]
La organización de la producción tampoco fue resultado de la
espontaneidad ni de la improvisación. Las organizaciones que dirigieron
el proceso fueron los dos grandes sindicatos, CNT y UGT, y cada uno de
ellos había elaborado su proyecto económico.[15]
Eso no quiere decir que no hubiera desde
el primer momento grandes dificultades, y que no se diese un cierto
grado de improvisación, sobre todo por parte de los anarcosindicalistas,
como señalaba el dirigente de la CNT y de la Federación Regional de
Campesinos de Andalucía (FRCA), Antonio Rosado, refiriéndose, casi
exclusivamente, a la comarca de Úbeda y no a toda la provincia de Jaén,[16] donde reconoce que también hubo colectividades de la UGT:
“La CNT representaba una mayoría
absoluta entre las fuerzas productoras de aquel término y de sus pueblos
limítrofes, y la casi totalidad de las fincas agrícolas habían sido
colectivizadas por dicha organización. Un número muy reducido de éstas
lo habían sido por obreros de la UGT y de filiación republicana. La
Federación Regional de Campesinos se veía ante un inmenso trabajo a
realizar, sin pérdida de tiempo. Tenía que inspeccionar aquellas
colectividades creadas en el fragor de la guerra, procurar de corregir
los defectos propios de todo lo improvisado, coordinar sus esfuerzos y
controlar su economía en forma eficiente, lo que no resultaba ni fácil,
ni grato”.[17]
Según Rosado, también la colectivización
socialista tuvo una serie de defectos, que igualmente atribuye a la
improvisación. Sin duda alguna, olvidando o quizás ignorando la enorme
propaganda realizada durante la Segunda República por la FETT,[18] incrementada desde que la dirigiera Ricardo Zabalza a partir de enero de 1934,[19] a favor de los arrendamientos colectivos y de la colectivización de la tierra.
“Aquel ensayo de colectivismo de
inspiración marxista representaba una novedad en los medios rurales de
nuestra península. No se debía a un proceso de madurez y capacitación de
los hombres del agro, y sí de algo improvisado por las exigencias de la
guerra, con las dificultades inherentes a un conflicto de tal magnitud”.[20]
Pero en el funcionamiento cotidiano de
las colectividades agrarias las principales dificultades se plantearon
con la movilización de los responsables, o el cansancio de los mismos
ante la multitud de obstáculos que se presentaban en su gestión diaria.
Por ejemplo, en Jaén se veían bloqueados por la escasez de transportes
para trasladar el aceite y los cereales que se producían. La falta de
depósitos hacía que la nueva cosecha no se pudiese recoger, fermentando
la aceituna y aumentando la acidez del aceite y, por tanto, deteriorando
su calidad.[21]
Más grave resulta la denuncia que hace Rosado respecto al egoísmo de algunas colectividades,[22] que terminaron cerrándose en una economía de autoabastecimiento con un alto grado de autarquía.[23]
Se opusieron incluso a llevar la contabilidad para impedir que se
fiscalizase su producción y disponer libremente de las cosechas.[24]
El abastecimiento de alimentos básicos terminó siendo un grave
problema. Inevitablemente, surgió una economía sumergida en la que
participaban las colectividades, extendiéndose el estraperlo desde 1938
hasta el final de la guerra.[25]
Pero en las colectividades agrarias andaluzas no se pasó hambre.
Estaban bien abastecidas de garbanzos, trigo y aceite. Tenían
intercambios con Valencia, Alicante y Ciudad Real.[26]
Sin embargo, tuvieron a veces problemas con localidades cercanas. En la
colectividad de Navas de San Juan sobraba aceite de oliva, pero se
negaron a intercambiarlo por trigo con la colectividad de Sabiote. Los
campesinos que no pertenecían a las colectividades, se dedicaron por su
cuenta al estraperlo para abastecerse en el mercado clandestino de los
productos que les faltaban. Cuando la colectividad de Navas de San Juan,
una vez acabadas sus existencias de trigo, se dirigió a la de Sabiote,
se encontraron con la sorpresa de que ya habían vendido sus excedentes
de trigo en Levante y a otros naveros estraperlistas, y no pudieron
abastecerles del trigo que necesitaban. En la fábrica de azúcar
Hispania, colectivizada por CNT en Málaga, hubo un enfrentamiento con
los transportistas de remolacha de Marbella, también de CNT, a los que
no les pagaban por lo que los camioneros se encontraron sin poder
abastecerse de combustible.[27]
Es decir, el afán de lucro individual se mantuvo al margen de las
colectividades anarcosindicalistas, socialistas o mixtas CNT-UGT.[28]
El uso del dinero tampoco desapareció,
sino que se suplantó por otros medios de pago más flexibles a escala
local, como eran los vales emitidos por colectividades o ayuntamientos.
La economía de trueque era habitual, utilizándose en cada lugar aquel
producto del que había más abundancia, como el trigo, el vino o el
aceite.[29]
En las colectividades campesinas faltó sobre todo personal cualificado para que las dirigieran.[30]
Las fincas y cortijos expropiados se trabajaban de forma independiente
por los colectivistas que tenían asignados, aunque se administrasen y
agrupasen todos en una sola colectividad. Gracias a la financiación del
IRA, se anticiparon los sueldos del año agrícola de 1936-37, a razón de 5
pesetas por colectivista cabeza de familia, excluyéndose a los que no
lo eran, hasta que se liquidó la venta de la cosecha en agosto de 1937.
En aquel momento, en el caso de Sabiote, se pagó a cada colectivista 6,5
pesetas. Entonces fue cuando cobraron también los que no eran cabezas
de familia.[31]
En este sentido, parece fundamental la financiación del IRA a las
colectividades, sin cuyos anticipos reintegrables no hubieran
sobrevivido en el primer año. Esto es digno de destacarse, puesto que el
Ministerio de Agricultura dirigido por el comunista Vicente Uribe, de
quien dependía el presupuesto del IRA, estaba en contra de la
colectivización que consideraba “forzosa”. Pero si no ayudaban a las
colectividades se corría el peligro de que se perdiese una gran parte de
las cosechas. El ingeniero jefe del IRA de la provincia de Jaén,
Antonio Rueda, para incentivar el buen hacer de las colectividades,
estableció unos premios que recibieron las mejores. El primer premio le
correspondió en 1937 a la colectividad de Mancha Real, y el segundo a la
de Sabiote.[32]
Pero el principal objetivo que tenían
los jornaleros y pequeños propietarios o arrendatarios colectivistas,
era mejorar su situación económica. Por ello defendieron subidas
salariales, o se negaron a trabajar más horas de las que les
correspondían. Naturalmente, esto se ha interpretado como una falta de
espíritu revolucionario; aunque mejor sería considerar cuál era su
capacidad de sacrificio en unas circunstancias de guerra. A los
colectivistas y a las mujeres que se integraron en ellas a partir de
1938 por falta de hombres, les interesaba más su situación personal y
las de sus familias que las circunstancias de una guerra que apenas se
notaba en los pueblos lejanos al frente. A no ser por los refugiados que
contaban las atrocidades que cometían los sublevados contra las
personas de izquierdas. En una de las pocas alusiones a la
colectivización que aparece en la obra de clara propaganda franquista
sobre la Guerra Civil de Arrarás, refiriéndose a Málaga se dice:
“La colectivización, tal como se la
imagina el proletariado malagueño, no pasa tampoco de una inversión de
las jerarquías en el mando de las industrias. En el campo es aun más
sencillo: se suprime al propietario, y la tierra pasa a los Sindicatos, a
los campesinos colectivizados, que no piensan ya más en siembras ni en
cultivos. Esta anarquía, calificada de diversa manera, según sea el
partido que la aprecie, no impide que los obreros presenten a los
Sindicatos, a los Comités de Control o a quien en esta balumba le
corresponda la dirección, nuevas peticiones de mejora, reclamaciones y
reivindicaciones sin cuento ni tasa”.[33]
Esta versión claramente
contrarrevolucionaria también aparece en las memorias del periodista
conservador polaco Pruszynski, cuando escribía en 1937, sobre qué
pensaría el campesinado almeriense al ver que después de quitar el poder
a los ricos apenas habían cambiado las cosas:
“¿Por qué ni él ni los suyos se
habían hecho más ricos, por qué nada había cambiado en su trabajo aparte
de esa subida de sueldo de una peseta, con la correspondiente subida de
precios en las tiendas? En efecto, nada había cambiado. El flujo de la
riqueza de la tierra española se escapaba de las manos del campesino,
que era su legítimo propietario”.[34]
Y esa misma impresión de que no había
cambiado nada en Málaga, pese a estar en marcha una revolución en la
retaguardia republicana, también la recoge la esposa de Gerald Brenan,
la escritora norteamericana Gamel Woolsey, quien tenía serias
dificultades para distinguir las diferencias ideológicas entre los
anarquistas y los socialistas, aun admitiendo el alto grado de
sindicalización alcanzado por el campesinado andaluz en los años treinta
que, pese a su interpretación, reflejaba una fuerte politización, como
ha quedado sobradamente demostrado.[35]
“Nuestro pueblo, grande en
comparación con los pueblos ingleses, con más de dos mil habitantes,
estuvo perfectamente tranquilo, seguro y en orden durante toda la guerra
civil excepto en varias ocasiones en las que aparecieron bandas de
Málaga. Y lo mismo debió ocurrir en cientos de pueblos de España. Lo
gobernaba un comité sindicalista que no recibía ningún salario y que
había sido elegido en asamblea por todo el pueblo.
“En nuestro pueblo todos eran
anarcosindicalistas. Es decir, todos pertenecían a un sindicato porque
había que ser sindicalista. Uno del pueblo que no era anarcosindicalista
era conocido como «Antonio el de la UGT» porque trabajaba en una
fábrica azucarera y pertenecía a la UGT, un sindicato socialista al que
pertenecían muchos trabajadores de las azucareras. (…) Pero no creo que a
nadie se le pasara por la cabeza que hubiera alguna diferencia
ideológica. En realidad no había ninguna. La mayoría no tenía la más
mínima orientación política, y los que la tenían eran anarquistas en el
sentido más simple y vago de la palabra. Es decir, eran federalistas y
creían en un poder central lo más pequeño posible (o ninguno) y en el
pueblo como unidad de la vida política; creían en los derechos naturales
y en la dignidad natural del hombre, incluso de los más pobres y
miserables. Eran partidarios de un tipo de posesión comunal de la tierra (…)”.[36]
Pero es evidente que la revolución tenía un alto contenido ideológico de violencia anticlerical.[37]
El que no se tengan en cuenta los aspectos ideológicos, sobre todo los
religiosos y culturales, introduce una gran debilidad en los análisis
basados en factores estructurales sociales, económicos o sólo políticos.
Porque es necesario conocer lo que sentían o pensaban los participantes
y protagonistas revolucionarios en la Guerra Civil, o saber por qué no
se implicaron o comprometieron otros muchos.
En la guerra siempre existió el
interrogante, convertido en rumor por todos los pueblos de la
retaguardia republicana, de para qué trabajar en las tierras de las
fincas y cortijos colectivizados, si cuando todo acabase se los iban a
devolver a sus propietarios.[38]
Aunque hubo muchos voluntarios ilusionados por defender un mundo mejor,
también hubo otros que sí pudieron librarse así lo hicieron.[39]
La mayoría participaron forzados por las circunstancias del
reclutamiento militar; pero ¿cuántos fueron voluntarios? ¿Cuántos
ocuparon cargos en las colectividades para evitar ir al frente?[40]
En Medina Sidonia (Cádiz), ocupada casi
inmediatamente por los militares sublevados, algunos se afiliaron a
Falange para protegerse, a pesar de que antes habían sido socialistas o
anarcosindicalistas “pero no estaban convencidos de nada”.[41]
Lo que sucede es que una cosa era la visión de los militantes
concienciados y otra la de las personas que no estaban ideologizadas.
Juan Pinto, vecino de Casas Viejas, dejó constancia de su incapacidad
para comprender la revolución colectivizadora anarcosindicalista:
“No entiendo estas cosas del socialismo o
del comunismo porque no tengo educación. No voy a luchar por el
comunismo libertario, porque no lo entiendo. Además, si llega el
socialismo o el comunismo libertario, tengo que seguir haciendo lo
mismo: trabajar. ¿Cómo puedo pretender saber algo si soy analfabeto?”[42]
Pero en Grazalema (Cádiz), según el
antropólogo Pitt-Rivers, en las primeras semanas de la Guerra Civil
hasta que cayó en poder de los sublevados, se implantó el comunismo
libertario
“El dinero fue abolido, y en el
pueblo fue establecida una oficina central de cambio, oficina que se
encargaba de recoger todo el producto de las cosechas, efectuando luego
su redistribución de acuerdo con una especie de sistema de
racionamiento. Así, aunque era claro que la situación exigía medidas
extraordinarias y este ejemplo no pueda ser considerado como
concluyente, la toma del poder por los anarquistas puso al pueblo no
sólo teóricamente, en manos de un solo grupo político, sino que le dio
una organización económica «diferente». Existen indicios de que esta
concepción del pueblo en la mente de los anarquistas de las pequeñas
localidades creó una cierta tensión entre la jefatura regional y la
comunidad local. Los jefes anarquistas de las grandes ciudades
intentaron intervenir, en interés de la organización, en lo que los
anarquistas de los pueblos consideraban como derechos autónomos del
pueblo que ellos mismos representaban, por lo que a menudo ofrecieron
resistencia”.[43]
Membrilla “La pequeña Rusia” de La Mancha (RedPress)
Como se puede apreciar, son situaciones
diametralmente opuestas a las defendidas para el caso de Aragón por
Casanova, quien considera que los milicianos de la CNT procedentes de
Barcelona trasladaron sus esquemas de valores urbanos y los impusieron
por la fuerza de las armas a los campesinos. Otra interpretación
distinta de los acontecimientos revolucionarios nos la aporta un
militante activo que asume un liderazgo en algunas colectividades, bien
preparado en temas de contabilidad y muy concienciado, como era el
anarcosindicalista onubense Luciano Suero. Trabajó primero en la
colectividad agraria de Daimiel (Ciudad Real) y después en la de
Torreperogil (Jaén).[44]
“era el momento oportuno y exacto
para comenzar la marcha y colectivizar el trabajo del campo, donde los
propios trabajadores dieran los primeros pasos, poniendo en marcha un
sistema hasta aquel momento desconocido y anhelado por los hambrientos
de la tierra y de las fábricas abandonadas por los que se habían
comprometido con la insurrección y el movimiento fascista”.[45]
En la provincia de Jaén, su labor fue la
de reorganizar la colectividad agraria de Torreperogil, cuyas
deficiencias eran evidentes cuando llegó en 1937. Procedió a normalizar
la situación, legalizándola de acuerdo con las directrices promulgadas
por el Ministerio de Agricultura en el decreto de 7 de octubre de 1937, y
homologando el funcionamiento de la colectividad a la de una empresa
agraria (actas de incautación, elección de un comité de administración
por la Asamblea General, libros de contabilidad, de almacén,
inventario). En contra de lo sostenido por muchos anarquistas, y de lo
ocurrido en otras colectividades agrarias, no sólo no se suprimió el
dinero, ni se pagaba un salario familiar -probablemente porque cuando
llegó Suero en 1937 ya se había suprimido-, sino que se hacía según un
listado de tipos de trabajo, donde estaba claramente establecido qué
remuneración correspondía a cada colectivista por los mismos. Las listas
de tareas eran confeccionadas por los delegados de cada grupo, que a su
vez habían sido elegidos por los propios trabajadores. Este mismo
procedimiento se había seguido en Daimiel. El comité de administración
de acuerdo con la Asamblea General decidía sobre qué se producía y cómo
se distribuía. Aunque en cada colectivo se administraba la finca con su
propio comité. Como era habitual en el pasado, en Torreperogil -e igual
sucedía en Sabiote y seguramente en el resto de las colectividades- los
colectivistas masculinos residían en los cortijos y fincas que tenían
asignados, donde permanecían semanas enteras sin sus familias, al
autoabastecerse del pan -base fundamental de la dieta- en los hornos que
había en cada uno. Volvían al pueblo cuando “consideraban oportuno
darse a sí mismos un descanso”; normalmente, era cuando necesitaban
cambiarse de ropa. Lo que llamaban ir a por la muda, aprovechando para
ir al barbero coincidiendo con un sábado o domingo. Además, así veían a
sus familias.
Como sucedía en Sabiote con la
colectividad de UGT, en la de CNT de Torreperogil se entregaba parte de
la producción a un Comité de Abastos, que atendía las necesidades del
frente de Jaén-Córdoba en el sector de Andújar. A diferencia de Sabiote,
donde sólo se producía trigo, desde Torreperogil se enviaban productos
como aceite, cereales, leguminosas, ganado y madera. Curiosamente, Suero
no hace alusión al vino, porque debían consumirlo in situ y no
había excedentes comercializables. Lamentaba, eso sí, la falta de riego
para las olivas y otros cultivos (viñedo), aprovechando las aguas del
Guadalquivir. En lo que fue un adelantado para su época, reflejando un
espíritu innovador y emprendedor.
Según Luciano Suero, la importancia
económica de la colectividad de la CNT en Torreperogil era menor que las
de Ciudad Real, y sobre todo la de Daimiel, en cuya administración
había tenido cargos de responsabilidad y participado directamente, como
posteriormente lo hizo en la jiennense. Pero llama la atención la
preocupación por mejorar la calidad de lo producido, con la instalación
de sistemas de regadío mediante pozos, selección de especies de ganado, y
la lucha contra enfermedades que afectaban al viñedo, a la patata o a
otras semillas, “cambiándolas y renovándolas”. Se esforzaron por mejorar
las instalaciones con la construcción de abrevaderos para el ganado y
cochiqueras para los cerdos. Mejoraron el cuidado de olivas abandonadas
desde hacía tiempo por sus dueños. Ganaron terreno al bosque y a los
cotos de caza para dedicarlos al cultivo, con lo cual “se incrementó la
producción de todas las variantes de los cereales, así como de las
frutas”. Es decir, los resultados económicos obtenidos parece que fueron
bastante positivos:
“En aquellos años, en la provincia
de Jaén, el aceite era abundantísimo y las colectividades pusieron a
disposición de la oficina del aceite la producción sobrante después del
intercambio con otras colectividades que carecían de este dorado
producto. Es más y lo decimos claro para que nadie lo lea entre líneas
que cuando acabó la guerra civil, el 29 de marzo de 1939, en la
provincia de Jaén, había aceite para media Europa. Las bodegas llenas de
vino hasta rebosar; los graneros repletos; las ganaderías incrementadas
en un 85% sobre lo que habían dejado sus antiguos dueños”.[46]
Colectivizar no equivalía, pues, a
iniciar un proceso de incierto resultado que dependiera de decisiones de
asambleas obreras espontáneamente reunidas. Colectivizar era
sindicalizar una parte de la economía y de la producción; convertir a
los sindicalistas en responsables y dirigentes del proceso productivo.
De hecho, las colectividades se definían por el sindicato que estaba a
su frente: unas eran colectividades de la CNT, otras de la UGT y otras
mixtas CNT-UGT. Pero hubo muy pocas colectividades que no fueran
dirigidas por las organizaciones de los trabajadores, consecuencia
lógica de haber sido precisamente los sindicatos los agentes de la
colectivización. De hecho, en algunos casos aparecieron, nominalmente,
colectividades de algún partido republicano (Izquierda Republicana o
Unión Republicana) e incluso del PCE, que estaba en contra de la
colectivización forzosa; pero eran en realidad cooperativas. También
hubo algunas municipalizaciones de servicios que no pueden considerarse
verdaderas colectivizaciones, aunque las dirigiesen los trabajadores
anarcosindicalistas o ugetistas.[47]
En la mayor parte de los casos, las
fincas colectivizadas habían sido ocupadas o incautadas por comités
sindicales inmediatamente después del golpe militar, cuyos propietarios
habían huido o estaban muertos. Eran esos mismos comités los que
convocaban las asambleas de jornaleros y pequeños campesinos y los que
normalmente resultaban elegidos por votación a mano alzada -si es que
realmente había elección y no una mera ratificación de los comités
sindicales- para dirigir la nueva forma de organización de la
producción. Este hecho explica, ante todo, que los cambios en el sistema
económico inducidos por la colectivización agraria, nunca tuvieran una
pauta uniforme y sólo afectaron a una parte de la actividad económica.
La colectivización no fue decisión de un poder central revolucionario
con capacidad para organizar toda la economía y la producción según un
mismo modelo. Fue decisión de las organizaciones sindicales de cada
localidad rural, empresa industrial o de servicios, y se realizó sólo
allí donde los sindicatos locales tenían fuerza, o donde los refugiados
huidos de la zona franquista las organizaron. En Cataluña, por ejemplo,
donde la CNT tuvo que competir con los sindicatos agrícolas bien
coordinados, adheridos o no a la Unió de Rabassaires y con ERC, hubo
menos colectividades agrarias,[48] mientras que la industria de Barcelona se colectivizó casi por completo.[49]
En Aragón, la CNT impuso la colectivización de abajo arriba, como ha
demostrado Alejandro Díez Torre de manera concluyente, en contra de la
interpretación tradicional sobre que fue el nuevo poder surgido de las
milicias anarcosindicalistas el que impuso la colectivización. Una
interpretación por cierto que arranca de las memorias de Enrique Lister[50] y de la historia oficial del PCE sobre la Guerra Civil.[51]
Sin embargo, en otras ocasiones fue precisamente el poder político el
que evitó la colectivización, como ocurrió en el País Vasco, pese a
tener los antecedentes de las cooperativas de consumo en la comarca del
Gran Bilbao o la cooperativa industrial Eibarresa Alfa de inspiración
socialista. La moderación de los socialistas y la debilidad de los
sindicatos -con apenas unos 46.000 afiliados a UGT y unos 37.000 al
sindicato nacionalista ELA/STV- junto a la hegemonía del PNV, impidió
que se abriera un proceso de cambio revolucionario,[52] similar al que tuvo lugar en el resto de la retaguardia republicana.
CONCLUSIONES
Cuando estalla la Guerra Civil la
actitud del movimiento jornalero español, independientemente de su
adscripción socialista o anarquista, puede calificarse como
revolucionaria, manifestando un fuerte rechazo a la distribución de la
propiedad imperante y anhelando un cambio radical en el estado de cosas,
que debía concretarse en el acceso a la tierra. Este comportamiento de
los jornaleros era común a otras zonas del sur de Europa en determinadas
fases de los movimientos de trabajadores rurales, que llegan a su
culminación en la década de 1930 coincidiendo con el desmoronamiento del
mundo rural tradicional al imponerse definitivamente las prácticas
correspondientes a la economía de mercado. Esto hizo que los jornaleros
fuesen más receptivos a las ideologías revolucionarias, ya fueran
“científicas”, “utópicas” o “milenaristas”, teniendo en cuenta que,
desde su punto de vista, no solo del campesinado en general, sino de los
afiliados y simpatizantes más motivados y movilizados las diferencias
entre ellas eran borrosas. La “utopía revolucionaria” más lógica en la
zona republicana fue la contestación al predominio de la economía de
mercado. Una respuesta racional ante las condiciones laborales en las
que se desenvolvían los trabajadores de la tierra.
La colectivización agraria representó la
puesta en práctica tanto de una primera experiencia de economía social
como de una “utopía revolucionaria”: la reivindicación de un mundo de
austeridad y no de riqueza, de un orden moral presidido por el
igualitarismo y la solidaridad, por el derecho a la subsistencia, por el
derecho a la tierra para los que la trabajaban.[53]
Las posturas más ideologizadas de los anarquistas arraigaron entre los
jornaleros y pequeños agricultores pobres, especialmente los
considerados “obreros conscientes”: vegetarianismo, naturismo,
abstinencia de alcohol y otras actitudes ascéticas, simbolizadas en el
imaginario colectivo en la supresión del dinero.
La alternativa colectivizadora de los
sindicatos socialistas y anarquistas a los problemas que se les estaban
planteando a las clases trabajadoras españolas, se configuró durante la
Guerra Civil en un orden contrario a la ostentación y al disfrute de las
riquezas, presidido por el igualitarismo y la solidaridad de clase
basado en el trabajo de las tierras colectivizadas que habían pasado a
sus manos. Por tanto, al estar interesados en conservarlas y cuidarlas
con un mayor esmero, indirectamente, contribuían a sostener su
equilibrio ecológico, para que no se agotasen y que les permitiesen
vivir dignamente en sus lugares de origen sin necesidad de verse
obligados a emigrar, como así sucedió en el franquismo cuando se vio que
no había ninguna esperanza de mantenerse en los pueblos por falta de
trabajo. No se trataba en las colectividades agrarias de perpetuar el
mismo método de explotación practicado por los propietarios privados
anteriores, cuyo fin era obtener el máximo beneficio, con la
consiguiente sobrexplotación y agotamiento de los recursos disponibles,
sino de conseguir un crecimiento sostenible a largo plazo manteniendo la
agricultura orgánica avanzada. Los sindicatos rurales creían que los
procesos agrícolas elementales se podían disponer de forma
ininterrumpida en línea secuencial. El problema es que, como destaca
Nicholas Georgescu-Roegen, sencillamente no resulta posible porque
dependen de la Naturaleza. Las colectividades agrarias no podían impedir
que la Naturaleza siguiese imponiendo el momento en que debía iniciarse
el proceso agrícola elemental, si se quería obtener una buena cosecha.
En realidad, este hecho ha constituido un obstáculo invencible en la
lucha de la población por alimentarse, independientemente de que el
sistema económico fuese capitalista o socialista.[54]
Esto imposibilitaba, por lo general, la utilización del sistema fabril
en la agricultura, aunque posiblemente como indica Seidman, “los
campesinos deseaban las ventajas y alegrías que los trabajadores
industriales urbanos habían logrado”.[55]
La colectivización agraria no solo se
proponía mejorar el sistema productivo y extender la economía social,
sino que también aspiraban a conseguir un mayor bienestar para los
colectivistas y suprimir “la explotación del hombre por el hombre”. En
este sentido, representaban una alternativa integral frente al modelo de
desarrollo económico basado en la economía de mercado y el sistema
capitalista, ya que desde la óptica sindical de los años treinta la
innovación tecnológica y la expansión económica no eran unos fines en sí
mismos, sino unos medios para conseguir mejorar su calidad y nivel de
vida. Llevados hasta sus últimas consecuencias estos argumentos, cabría
interpretarse que, en tanto las colectividades rurales garantizaban el
sostenimiento de la actividad agraria y la permanencia de la población
en sus pueblos, hubiera resultado menos atractiva la emigración a las
ciudades y zonas industriales. También se hubiera conseguido proteger
mejor el medio ambiente, porque la agricultura explota más eficazmente y
redistribuye la energía, fundamentalmente, con el flujo de baja
entropía que llega a la tierra por la irradiación del sol.[56]
Las colectividades se constituyeron
principalmente en las tierras ocupadas e incautadas a los grandes y
medianos propietarios; pero, sin duda, muchos pequeños propietarios o
arrendatarios, se vieron perjudicados en sus intereses económicos de
forma directa o indirecta por la colectivización agraria. El caso
andaluz es muy parecido a los de Castilla y Extremadura; pero el
perjuicio sufrido por algunos de los pequeños campesinos en los casos de
Levante y Cataluña, parece que estuvo más relacionado con la escasa
superficie asignada al cultivo familiar, que con la colectivización
forzosa. Dentro de estos condicionantes, las cada vez mejor conocidas
colectividades agrarias catalanas y aragonesas demuestran, en contra de
la interpretación tradicional, que la colectivización agraria fue casi
siempre una decisión personal y libre.
En todas las zonas se dieron grandes
similitudes en el funcionamiento interno de las colectividades agrarias,
tanto por lo que se refiere al salario familiar mientras se mantuvo,
como a la tipología colectivista. En Aragón, Granada o Málaga el proceso
colectivista llegó a ser más integral con la abolición del dinero, la
utilización de vales o la implantación de la cartilla de consumo
familiar. Pero no aparecen diferencias provinciales importantes entre
las colectividades agrarias autogestionadas por los campesinos
anarcosindicalistas o socialistas, las secciones de trabajo colectivo
administradas por los consejos municipales, o las cooperativas de base
múltiple, puestas en marcha por comunistas y socialistas. Todas ellas se
correspondían con el control sindical o municipal, dependiendo uno u
otro de la correlación de fuerzas políticas locales.
Las colectividades agrarias fueron
organizadas por los afiliados de los sindicatos, pero su consolidación
fue obra del trabajo y la propaganda de las centrales sindicales. Éstas
compitieron frecuentemente entre ellas, por el logro de sus objetivos y
por ampliar su influencia. En Castilla-La Mancha y Andalucía la mayoría
de las colectividades agrarias siguieron los principios socialistas, en
vez de los anarcosindicalistas como sí ocurrió en Aragón y Cataluña.
Pero eso no impidió que ambas organizaciones colaborasen en las
colectividades mixtas CNT-UGT, que fueron especialmente importantes en
Levante.
Pese a la precariedad de la experiencia y
las circunstancias bélicas en las que se desenvolvieron, para muchas de
las mujeres y hombres que participaron voluntaria y entusiásticamente
en las colectivizaciones, ante todo supusieron la puesta en práctica de
una alternativa social y económica para sacar adelante a sus familias.
Para los que se sublevaron contra la República eso era peligrosamente
revolucionario.
Abreviaturas
AIT: Asociación Internacional de Trabajadores.
CNT: Confederación Nacional del Trabajo.
ELA/STV: Eusko Langileen Alkartasuna-Solidaridad de los Trabajadores Vascos.
FAI: Federación Anarquista Ibérica.
FETT: Federación Española de Trabajadores de la Tierra-UGT.
FIJL: Federación Ibérica de Juventudes Libertarias.
FNTT: Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra-UGT.
FRCA: Federación Regional de Campesinos de Andalucía-CNT.
FRCL: Federación Regional de Campesinos de Levante-CNT.
IISH: International Institute of Social History.
IR: Izquierda Republicana.
IRA: Instituto de Reforma Agraria.
JJLL: Juventudes Libertarias.
JSU: Juventudes Socialistas Unificadas.
PCE: Partido Comunista de España.
PNV: Partido Nacionalista Vasco.
POUM: Partido Obrero de Unificación Marxista.
PSOE: Partido Socialista Obrero Español.
SRI: Socorro Rojo Internacional.
UGT: Unión General de Trabajadores.
UR: Unión Republicana.
[2] Macario ROYO (1934). Cómo implantamos el comunismo libertario en Mas de las Matas. Barcelona: Iniciales, en http://rafaelmartipanchovilla.blogspot.com.es/search/label/Teruel (consulta marzo 2019). Helmut RÜDIGER (1938). El anarcosindicalismo en la revolución española. Barcelona: CNT. Una visión desmitificadora de las colectividades en Michael SEIDMAN (2003). A ras de suelo.
Madrid: Alianza, pp. 107-110, aunque los casos de Girona y Huesca
matizan algunas de sus interpretaciones, Marciano CÁRDABA (2002). Campesinos y revolución en Cataluña. Madrid: Fundación Anselmo Lorenzo. Pelai PAGÈS (2013). El sueño igualitario entre los campesinos de Huesca. Huesca: Sariñena. Francisco J. RODRÍGUEZ-JIMÉNEZ (2015). “Reseña de Palai Pagès, El sueño…”, Historia Agraria, (67), 234-239.
[3] Fuentes: Pascual CARRIÓN (1973). La reforma agraria de la Segunda República y la situación actual de la agricultura española. Ariel: Barcelona. Aurora BOSCH (1982). Colectivizaciones en el País Valenciano durante la Guerra Civil (1936-1939).
Valencia: Universidad de Valencia, Tesis doctoral. Juan GONZÁLEZ y
Jesús ROMERO (1982). “La colectividad mixta (UGT-CNT) de Bullas”. Áreas, (2), 73-81. Walther BERNECKER (1982). Colectividades y revolución social. Barcelona: Crítica. Julián CASANOVA, Comp. (1988). El sueño igualitario. Zaragoza: Institución Fernando el Católico. Marciano CÁRDABA (2002). Luis GARRIDO-GONZÁLEZ (2003). Colectividades agrarias en Andalucía: Jaén (1931-1939). Jaén: Universidad de Jaén. Alejandro R. DÍEZ (2003). Orígenes del cambio regional y turno del pueblo en Aragón, 1900-1938. Volumen II. Solidarios. Un turno del pueblo Aragón, 1936-1938. Madrid: UNED-PUZ. Antonio VARGAS (2007). Guerra, revolución y exilio de una anarcosindicalista. Datos para la historia de Adra. Almería: autor, pp. 83-85. PAGÈS (2013).
[4]
Francisco COBO (2006). “Labradores y granjeros ante las urnas: el
comportamiento político del pequeño campesinado en la Europa Occidental
de entreguerras. Una visión comparada”. Historia agraria (38),
47-74. Luis GARRIDO-GONZÁLEZ (2007). “Politización del campesinado en
los siglos XIX y XX. Comentario al monográfico «Política y campesinado
en España»”. Historia Agraria, (41), 135-165.
[5] Francisco ESPINOSA (2007). La primavera del Frente Popular. Los campesinos de Badajoz y el origen de la guerra civil (marzo-julio de 1936). Barcelona: Crítica.
[6]La dominación roja en España. Causa General instruida por el ministerio fiscal, Dirección General de Información Publicaciones Españolas, Madrid, 1953.
[7]
Las discusiones se centraron en si se debía anteponer ganar la guerra a
hacer la revolución. A título de ejemplo, véase Manuel DELICADO (1937).
Los problemas de la producción, la función de los sindicatos y la
unidad sindical. Informe pronunciado ante el Pleno del C.C. del Partido
Comunista, celebrado en Valencia, en los días del 18 al 21 de junio de
1937. Madrid: PCE. Actas del Pleno Nacional de Regionales CNT-FAI-FIJL celebrado del 16 al 30 de octubre de 1938. CDMH Salamanca, Político Social Barcelona, caja 1429. Acuerdos del Pleno Económico Nacional Ampliado, 15 al 23 de enero de 1938, CNT, Barcelona.
[8] Xavier PANIAGUA (1982). La sociedad libertaria. Barcelona: Crítica. Ferran GALLEGO (2007). Barcelona, mayo de 1937.
Barcelona: Debate. Borja DE RIQUER (2008). “Cataluña durante la Guerra
Civil. Revolución, esfuerzo de guerra y tensiones internas”, en Julián
CASANOVA y Paul PRESTON, Coords. La guerra civil española (pp. 161-195). Madrid: editorial Pablo Iglesias. Josep Antoni POZO (2015). Del orden revolucionario al orden antifascista. La lucha política en la retaguardia catalana (septiembre de 1936-abril de 1937). Sevilla: Espuela de Plata. Mercedes VILANOVA (1996). Las mayorías invisibles. Barcelona: Icaria. Anna MONJO y Carme VEGA (1986). Els treballadors i la guerra civil. Hisòria d’una indústria catalana col·lectivitzada. Barcelona: Empúries. Anna MONJO (2003). Militants. Participació i democràcia a la CNT als anys trenta. Barcelona: Alertes. Rafael GIL BRACERO y Mario LÓPEZ MARTÍNEZ (1997). Motril en guerra. De la República al franquismo (1931-1939). La utopía revolucionaria. Granada: Asukaría. Rafael GIL BRACERO (1998). Revolucionarios sin revolución. Marxistas y anarcosindicalistas en guerra: Granada-Baza, 1936-1939. Granada: Universidad de Granada. José Luis GUTIÉRREZ (1977). Colectividades libertarias en Castilla. Madrid: Campo Abierto. Alejandro DÍEZ (2009). Trabajan para la eternidad. Colectividades de trabajo y ayuda mutua durante la Guerra Civil en Aragón. Madrid: La Malatesta-PUZ. Frank MINTZ (2006). Autogestión y anarcosindicalismo en la España revolucionaria. Madrid: Traficantes de Sueños.
[9] Julián CASANOVA (1985). Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938. Madrid: Siglo XXI. La nueva interpretación en DÍEZ (2003, 2009).
[10] Emili GIRALT; Albert BALCELLS y Josep TERMES (1970). Los movimientos sociales en Cataluña, Valencia y Baleares (p. 130). Barcelona: Nova Terra.
[11] Manuel TUÑÓN DE LARA y Mª Carmen GARCÍA-NIETO (1981), “La Guerra Civil”, en Manuel TUÑÓN DE LARA, dir., La crisis del Estado: Dictadura, República, Guerra (1923-1939) (pp. 241-545). Barcelona: Labor.
[14]La
administración en el campo. Normas para la organización administrativa,
basadas en la aplicación de un sistema único de contabilidad que deberá
llevarse en las colectividades cooperativas confederales de
trabajadores campesinos. Trabajo presentado por la Federación Regional
de Campesinos de Levante, Valencia: CNT-AIT, 1937. Ricard PIQUÉ (1937). L’aspecte econòmico – comptable de la col·lectivització. Barcelona: Bosch.
[15]
Luis GARRIDO-GONZÁLEZ (2008). “Las alternativas económicas anarquistas y
comunistas”, en Enrique FUENTES-QUINTANA y Francisco COMÍN, eds. Economía y economistas españoles durante la Guerra Civil (tomo 2, pp. 277-311). Barcelona: Galaxia Gutenberg.
[16] Como cree equivocadamente Ángel SODY (2003). Antonio Rosado y el anarcosindicalismo andaluz. Morón de la Frontera (1868-1978). Barcelona: Carena. Véase en Antonio ROSADO (1938). Orientaciones a sindicatos y colectividades. Úbeda: FRCA. Antonio ROSADO (1938). Los campesinos de la CNT y el colectivismo agrario. Úbeda: FRCA.
[17] Antonio ROSADO (1979). Tierra y libertad. Memorias de un campesino anarcosindicalista andaluz
(p. 150). Barcelona: Crítica. En una zona predominantemente
anarcosindicalista como Huesca también funcionaron colectividades de
UGT, PAGÈS (2013: 122).
[18]El Obrero de la Tierra (1932-1936). ESPINOSA (2007).
[19]
Sustituyó al zapatero madrileño Lucio Martínez Gil, quien habían
dirigido la FNTT con criterios reformistas y más moderados desde su
fundación en 1930.
[21]
ROSADO (1979: 152). Confirmado en la información oral del socialista
Ginés Vilches, quien participó en la colectividad de Sabiote (Jaén).
Ginés VILCHES (1982). Entrevistas a Ginés Vilches grabadas en Madrid en marzo de 1982.
[27] Y así lo denunciaron ante el gobernador civil, Lucía PRIETO y Encarnación BARRANQUERO (2007). Población y Guerra Civil en Málaga: caída, éxodo y refugio
(pp. 49, 63). Málaga: CEDMA. Las decisiones del alcalde socialista de
Torre Alháquime (Cádiz) para garantizar los suministros, fueron
interpretadas por falangistas en la Causa General como una implantación
del “comunismo libertario”, Fernando ROMERO (2009). Socialistas de Torre Alháquine (p. 67). Granada: Tréveris.
[28]
VILCHES (1982), quien fue responsable del Comité de Abastos de su
pueblo Sabiote. Las dificultades para el abastecimiento de alimentos y
las rivalidades entre colectividades vecinas, en ROSADO (1979: 163-172).
SEIDMAN (2003: 292). El ánimo de lucro, en SEIDMAN (2003: 103).
[29] Confirmado para otras zonas como Lérida, Huesca y Barcelona en SEIDMAN (2003: 152, 199, 259-260).
[33] Joaquín ARRARÁS (1942). Historia de la Cruzada española (p. 83). Madrid: Ediciones Españolas.
[34] Ksawery PRUSZYNSKI (2007). En la España roja (pp. 158-159). Barcelona: Alba. [35] GARRIDO-GONZÁLEZ (2007: 135-165).
[36] Gamel WOOLSEY (2005). El otro reino de la muerte. Los primeros días de la Guerra Civil en Málaga (pp. 91-92). Málaga: Ágora.
[37] Ronald FRASER (1979). Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española (tomo I, pp. 173-178). Barcelona: Crítica. George COLLIER (1997). Socialistas de la Andalucía rural. Los revolucionarios ignorados de la Segunda República (pp. 178-190). Barcelona: Anthropos.
[41] Jerome MINTZ. (1999). Los anarquistas de Casas Viejas (p. 414). Granada: Diputación de Granada-Diputación de Cádiz. Confirmado para Sabiote (Jaén) en VILCHES (1982).
[43] Julian PITT-RIVERS [1954] (1971). Los hombres de la Sierra (pp. 17, 31-32). Barcelona: Grijalbo. Otro ejemplo en Churriana (Málaga) con parecidos argumentos, en WOOLSEY (2005: 98, 122).
[44]
Jesús GUTIÉRREZ (2008). “Daimiel en guerra: la vida de un pueblo
manchego en zona republicana”, en Francisco ALÍA y Ángel Ramón DEL
VALLE, coords. La Guerra Civil en Castilla-La Mancha 70 años después (pp. 1.197-1.222). Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha.
[45] Luciano SUERO (1982). Memorias de un campesino andaluz en la revolución española (p. 94). Madrid: Queimada.
[46]
SUERO (1982: 110-112. Información sobre la abundancia de alimentos
almacenados en las colectividades de Extremadura a finales de agosto de
1938, antes de caer en poder de los franquistas, en SEIDMAN (2003:
305-306). José J. RODRÍGUEZ (2003). “Estudio de los cambios de la
estructura de la propiedad y de los sistemas de explotación agraria
durante la Guerra Civil española en Malpartida de la Serena”. Ars et Sapientia,
(12), 129-142. José J. RODRÍGUEZ (2008). “Las transformaciones
socioeconómicas y políticas en la retaguardia republicana. La Bolsa de
la Serena (1936-1939)”, en Actas del Congreso Internacional La Guerra Civil Española 36-39. Madrid, noviembre 2006 (CD). Madrid: SECC.
[47] PCE (1937). Las cooperativas agrícolas. Comentario al decreto de 27 de agosto de 1937. Barcelona: PCE. IRA (1937). Por una cooperativa en cada pueblo dentro del Instituto de Reforma Agraria.
Valencia: Ministerio de Agricultura. Juan AYMERICH (2014).
“Cooperativas y colectivizaciones, dos modelos autogestionarios: su
convivencia durante la guerra civil en España”. Revista General del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, (37), 383-408.
[49] Jordi CATALÁN (2005). “La industria entre la guerra y la revolución, 1936-39”, en Actas Congreso de la Asociación Española de Historia Económica, Santiago de Compostela, 13 de septiembre de 2005, pp. 1-95. https://docplayer.es/11649328-La-industria-entre-la-guerra-y-la-revolucion-1936-39.html (consulta marzo 2019). Albert PÉREZ (1974). 30 meses de colectivismo en Cataluña (1936-1939). Barcelona: Ariel. Carlos SEMPRÚN [1974] (2002). Révolution
et contre-révoluction en Catalogne. Socialistes, communistes,
anarchistes et syndicalistes contre les collectivisations. Paris: Les nuits rouges. Josep BRICALL [1970] (1978). Política econòmica de la Generalitat (1936-1939). Volum primer: evolució i formes de la producció industrial. Barcelona: edicions 62. Josep BRICALL (1979). Política econòmica de la Generalitat (1936-1939). Volum segon: el sistema financer. Barcelona: Edicions 62. Antoni CASTELLS (1992). Las transformaciones colectivistas en la industria y los servicios de Barcelona (1936-1939). Madrid: Fundación Salvador Seguí. Antoni CASTELLS (1993). Les col·lectivitzacions a Barcelona 1936-1939. Barcelona: Hacer. Antoni CASTELLS (1996). El proceso estatizador en la experiencia colectivista catalana (1936-1939). Barcelona: Nossa y Jara. Pelai PAGÈS y Alberto PÉREZ (2003). Aquella guerra tan llunyana i tan propera (1936-1939). Testimonis i records de la Guerra Civil a Catalunya. Lleida: Pagès editors. Ignasi CENDRA (2006). El Consell d’Economia de Catalunya (1936-1939). Revolució i contrarevolució en una economía col·lectivitzada. Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat. Carlos GARCÍA, Harald PIOTROWSKI y Sergi ROSÉS, eds. (2006). Barcelona, mayo 1937. Testimonios desde las barricadas. Barcelona: Alikornio. Javier DE MADARIAGA. (2008). Tarradellas y la industria de guerra de Cataluña (1936-1939). Lleida: Milenio.
[50] Enrique LISTER (1977). Memorias de un luchador (pp. 263-291). Madrid: G. del Toro.
[51] Dolores IBÁRRURI et al. (1966-1977). Guerra y revolución en España 1936-1939. Moscú: Progreso, 4 tomos.
[52] Manuel GONZÁLEZ y José María GARMENDIA (1988). La Guerra Civil en el País Vasco: política y economía. Madrid: Siglo XXI. Manuel CHIAPUSO y Luis JIMÉNEZ DE ABERASTURI (2009). Los anarquistas y la Guerra en Euskadi. Donostia-San Sebastián: Txertoa argitaletxea.
El policía 'cazarrojos' que se infiltró en el PCE para aniquilarlo durante el franquismo. Roberto Conesa captó a militantes
comunistas para que delatasen a sus compañeros. El historiador Fernando
Hernández relata en 'Falsos camaradas' el duro golpe que sufrió el
Partido en 1947.
"La
mejor astilla es de la misma madera". Roberto Conesa, policía de la
Brigada Político Social y enemigo número uno del PCE, tenía claro que
para desarticular las organizaciones de izquierda durante el franquismo
no bastaba con infiltrarse en ellas, sino que también era necesario
captar a sus militantes. Sus confesiones a la revista Cambio 16 en 1977 revelan el modus operandi de
un agente que estudió a conciencia la psicología de los insurrectos y
que se empapó de la terminología revolucionaria para pasar por uno de
ellos.
También desplegaba sus técnicas en los interrogatorios de los detenidos en la temida Dirección General de Seguridad,
en la Puerta del Sol, donde podía pegarle un puñetazo a una mujer y
luego pedirle perdón, decirle que la quería porque era una "desgraciada"
e insistirle en que su pareja la engañaba, caso de Eva Forest, quien
tras el chantaje emocional sentía la gelidez del cañón de una pistola en
la sien. El marido, la esposa, los hijos… Roberto Conesa carecía de escrúpulos y aludía a los más seres más queridos de los arrestados para que cantasen.
"Vas en busca de
otras piezas. Vas a bajar la pieza como el buen cazador. Luego, que la
coma otro. Vas siguiendo el rastro para que el detenido sirva de
cimbel", declaraba a Cambio 16 en referencia al método que empleaba para que unos militantes delatasen a otros, aun a riesgo de que muriesen durante las torturas,
"por su culpa, por sus propios hechos", algo que, hipócritamente, decía
lamentar en la entrevista. "Como hay cazadores que ven la pieza
bonita y después de haberla matado dicen: qué pena, qué pena no haberla
podido coger viva para presentar este ejemplar, ¿comprende?".
Mitin en el Monumental Cinema, donde el PCE fundaría el Frente Popular. —BNE
Roberto Conesa
Escudero (Madrid, 1917-1994) era menudo, "madrileño por los cuatro
costados", padecía acidez de estómago y fue descrito por el diario
católico Ya como "un ejemplo de dedicación y vocación", sin hijos,
porque "todo su amor está depositado en la Policía". Un "enamorado" de
su profesión, su "medio de vida", en las propias palabras de un agente
que trabajaba "con entusiasmo y con fe", hacedor de delaciones y
confesiones a cualquier precio. "Un remedo de Eliot Ness del barrio de
la Arganzuela", escribe el historiador Fernando Hernández Sánchez en el
libro Falsos camaradas (Crítica).
Su carrera fue
meteórica. En 1939 entró como agregado de la Brigada Político Social y,
dos años después, participó como infiltrado en la reconstrucción del
Socorro Rojo, a cargo de militantes de las Juventudes Socialistas
Unificadas, que llevó a la detención y al fusilamiento de decenas de
jóvenes, incluidas las Trece Rosas. También intervino en el arresto de
comités y militantes del PSOE, la UGT, la CNT y otras organizaciones
clandestinas como el PCE, con operaciones en Madrid, Zaragoza, Lleida y
quizás en Barcelona, donde cayeron ochenta militantes, un duro revés
para el PSUC.
Así, el Partido Comunista
lo llegó a considerar "su más implacable enemigo, como lo prueba el
odio que se manifiesta hacia su persona en toda cuanta propaganda edita,
principalmente en su órgano de difusión Mundo Obrero, en el que
raramente se le deja de amenazar", según una memoria de la Jefatura
Superior de Policía. Paradójicamente, Roberto Conesa también se infiltró
en el órgano oficial de comunicación del PCE y llegó a imprimir
ejemplares falsos en una rotativa clandestina requisada por la Policía. A
veces, cometía errores deliberadamente con la intención de reunir a los
cuadros para que lo instruyesen y, de paso, darles caza.
La penetración en el PCE
provocó la caída, entre octubre de 1946 y enero de 1947, de numerosos
militantes: más de 2.000 detenidos, penas de 1.744 años de cárcel y 46
condenados a muerte. Además de ser felicitado públicamente, llegó a
recibir 2.500 pesetas por una operación, el 56% de su salario anual, a
las que habría que sumar el dinero que podría haber sustraído durante
los registros. "Las recompensas, las mordidas y otros ingresos al margen
de la nómina eran lo que permitían que el pobre Conesa viviera por
entonces en un ático de la calle Narváez, en pleno barrio de Salamanca",
escribe Fernando Hernández Sánchez, quien señala que esas prebendas alentaban el "celo represivo" de unos agentes "mal pagados".
Imprenta clandestina usada por el Partido Comunista. —Archivo Histórico del PCE
"Roberto Conesa fue
el enemigo número uno del PCE porque se infiltró varias veces en él y
logró deshacerlo otras tantas. Después de que la Policía liberase en
1977 a Antonio María de Oriol y Emilio Villescusa, secuestrados por los GRAPO,
él presumía de haber logrado algo más que infiltrarse: captar el
espíritu de la organización, su lenguaje y su personalidad no solo para
hacerse pasar por uno de ellos, sino también para captar a militantes
desde dentro y persuadirlos para que se pusiesen a su servicio", explica
a Público el autor de Falsos camaradas: Un episodio de la guerra antipartisana en España, 1947.
Tendría que pasar
una década para que se reactivase el Partido Comunista, con la llegada
de nuevos cuadros desconocidos para las autoridades franquistas, caso de Jorge Semprún, quien en Autobiografía de Federico Sánchez
escribe que la Policía que encarnaba Conesa era "capaz únicamente de
trabajar a base de confidentes y de palizas". En 1956 comienza, explica
Fernando Hernández Sánchez, la protesta universitaria y resurge el
movimiento obrero en Asturias, Euskadi, Madrid y Barcelona. "Entonces,
personajes como él pierden valor añadido, aunque seguirán cobrando del
fondo de reptiles".
En 1975 es
designado comisario principal y en 1977, comisario general de la Brigada
Central de Información, heredera de la Brigada Político Social. "Su
progresión fue esmaltada por los éxitos contra su presa favorita, los
comunistas organizados en el PCE o en las Comisiones Obreras, pero
también contra las escisiones prochinas y los grupos armados del
tardofranquismo", escribe el historiador, quien señala que tenía varios
informantes a su cargo, a los que llamaba "mis niños", como el Rubio, el Peque o el Chato, "continuador de una saga de soplones que compartieron su apodo, como si el alias imprimiese carácter", relata en el libro.
"Eran sus
criaturas porque las había captado y adiestrado", apunta Hernández
Sánchez, quien traza un perfil de los falsos camaradas, incluidos los
que se habían pasado al lado oscuro antes de entrar clandestinamente en
España. "Alguno podía ser quintacolumnista durante la guerra civil,
porque es increíble que un republicano español exiliado en Francia fuese
detenido por la Gestapo dos veces en quince días y no le pasase nada.
Luego, había de todo, desde comunistas sinceros en sus orígenes, pero
jóvenes, inexpertos, con flancos débiles o con familia, hasta veteranos
que se desmoralizan", asegura el historiador.
Fernando Hernández, autor del libro 'Falsos camaradas', sobre los infiltrados y traidores del PCE. —Crítica
La vieja dirección
en el interior, fogueada y con experiencia sobre el terreno, ha sido
purgada, añade el autor del libro. "Entonces, es sustituida por chavales
menos curtidos y con escasa trayectoria que, tras ser presionados por
la Policía, cometen traición. Aunque hay que resaltar que otros
persisten en su actitud y lo van a pagar muy caro". El contexto tampoco
era favorable, pues la invasión del Valle de Arán fracasa y se pierde la
esperanza de que las potencias aliadas derroquen a Franco tras el pacto entre Londres y Moscú, el acercamiento del régimen a Washington y el comienzo de la Guerra Fría.
"A partir de entonces, solo queda una resistencia interior de lucha armada que se comienza a ensimismar,
sin posibilidad de llevar a cabo una acción que ponga en jaque al
franquismo. Subsisten núcleos de resistencia aislados, en zonas rurales y
sin ninguna incidencia en el mundo urbano. Una estrategia que costó
cambiar y que durante esos años acarreó muchas pérdidas y escasos
logros", lamenta Fernando Hernández Sánchez, quien señala la
"responsabilidad in vigilando" de Santiago Carrillo, pues
era "el encargado del aparato de la organización y de pasos, es decir,
el responsable en última instancia de la gente que se enviaba a España".
Él pensaba, apunta el historiador, que podían cumplir ese papel, pues se trataba de "jóvenes aparentemente disciplinados y estalinizados".
Sin embargo, algunos eran unos traidores con quienes "llegó a mantener
una correspondencia fluida durante meses, donde los felicita por los
supuestos logros conseguidos". Con la caída de 1947, los presos de la cárcel de Burgos
se constituyen como la dirección del Partido en el interior. "Es la
dramática metáfora final", concluye Fernando Hernández. "El PCE, que
nunca quiso ser un partido en el exilio, mandaba delegaciones a España,
pero iban cayendo una tras otra. Por eso, dirigir una organización desde
una prisión fue la expresión de la máxima impotencia".