Après un tournage, il restait a Claude Lelouch 11 minutes de pellicule, il a donc décidé d'attacher la camera a l'avant de sa Mercedes et il n'a même pas utilisé les 11 minutes mais 8 minutes, et la femme qu'il rejoint a la fin est sa propre épouse.
Après la diffusion de ce film, Claude Lelouch a été convoqué à un commissariat pour se faire retirer son permis. Un agent de police lui a effectivement retiré son permis, puis lui a rendu quelques secondes plus tard en lui disant : "je m'étais engagé a vous retirer votre permis mais pas à le garder".
Filmé à 5h30 le 15 août 1976, alors que Paris était complètement déserte en août.
Moment très risqué à 3mn 30 : feu rouge et visibilité nulle au carrefour des Guichets du Louvre et de la rue de Rivoli. Un observateur avait été posté à cette intersection avec une radio bidirectionnelle et avait pour instruction de prévenir le conducteur de la présence de véhicules. Malheureusement, les radios sont tombées en panne, ce qui signifie que si un véhicule avait traversé cette intersection, cela aurait provoqué un accident terrible. Heureusement, il n'y en a pas eu et le reste appartient à l'histoire.
En 1976-1977, alors que le mouvement Punk explose à Londres, un
revival rockabilly occupe la scène des sous-cultures musicales. Autour
des groupes Crazy Cavan, Riot Rockers, Matchbox, Cadillac ou Flying
Saucers, les Teddy Boys font la chasse aux Punks lorsqu’ils les croisent
sur leur route. En France, à la même époque et jusqu’au début des
années 1980, les “Rebelles” s’affichent au Golf Drouot et déploient le
drapeau sudiste (des États confédérés d’Amérique) dans les concerts de
rockabilly et dans leurs cafés à la Bastille ou à Vincennes. En 1980,
avec son following de jeunes loubards locaux, les anciens Béruriers
(1978-1982) évoluait dans cette zone grise de la banlieue-est entre
reprises rock massacrées et avant-gardisme musical punk rock
minimaliste. No Future.
General Lee & Teddy Boys – Paris 13e – 1979, en trois parties :
Rebel Rock ! – 1980 :
Photos : Thomas Gilou, prise
de vue et animation : Olivier Esmein, son : François Waledisch, montage :
Marie-Ange Baratier, musique : Dakota Soviet, voix : Dale Andrew,
production : CAD (maintenant : Amorce Films), réalisation : Thomas Gilou
& Olivier Esmein.
En
1980, au milieu des tours du XIIIème arrondissement de Paris, une bande
de jeunes s’adonnait à une mode spectaculaire et rétro issue des U.S.A.
de la fin des années 50 : les Teddy Boys. Leur mode de vie délirant,
raciste et folklorique recouvrait une réalité sociale : celle de la
misère.
Fuentes: Rebelión [Foto: La Torre Eiffel decorada con los anillos olímpicos durante las últimas Olimpiadas,
julio de 2024 (Wikimedia)]
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Sin lugar a dudas, la Torre Eiffel fue el centro de atención y la
superestrella de los recientes Juegos Olímpicos de París, lo cual es
comprensible, puesto que la obra maestra de Gustave Eiffel es desde hace
mucho tiempo el emblema de la ciudad. No obstante, la Torre también es
un símbolo de la riqueza y el poder de la burguesía, de la “clase
capitalista”, un patriarcado en cuyas filas también se incluyen las
damas y caballeros del Comité Olímpico Internacional (OIC, por sus
siglas en inglés). Una brizna de historia puede ayudarnos a entender el
papel fundamental que ha desempeñado la Torre Eiffel en el reciente gran
espectáculo olímpico de la “Ciudad de la Luz”.
Sin
lugar a dudas, la
Torre Eiffel fue el centro de atención y la superestrella de los
recientes Juegos Olímpicos de París, lo cual es comprensible,
puesto que la obra maestra de Gustave Eiffel es desde hace mucho
tiempo el emblema de la ciudad. No obstante, la Torre también es un
símbolo de la riqueza y el poder de la burguesía, de la “clase
capitalista”, un patriarcado en cuyas filas también se incluyen
las damas y caballeros del Comité Olímpico Internacional (OIC, por
sus siglas en inglés). Una brizna de historia puede ayudarnos a
entender el papel fundamental que ha desempeñado la Torre Eiffel en
el reciente gran espectáculo olímpico de la “Ciudad de la Luz”.
La columna de acero de
Eiffel se erigió en 1889 para conmemorar el centenario del inicio de
la “Gran Revolución” de Francia en 1789, pero también para
borrar la memoria de otras revoluciones menos “grandes”, pero más
recientes y muy traumáticas, es decir, las de 1848 y 1871, esta
última conocida como la Comuna de París. Todas esas revoluciones
fueron estallidos de una compleja lucha de clases entre pobres y
ricos. Se solía denominar a las personas pobres “ceux
d’en bas”,
“los de abajo”, o “le
menu peuple”,
“el pueblo humilde”, pero también se les puede describir como el
“demos”, una palabra de origen griego que encontramos en la
palabra “democracia” y significa “poder por y para el pueblo
humilde”. En
cualquier caso, eran (y son) el tipo de personas que pueden esperar
cambios revolucionarios para mejorar su en general
miserable suerte, por ejemplo, en forma de
la bajada del
precio de para el pan y de otros artículos de primera necesidad.
Mirando por encima del hombro a las personas pobres estaban “ceux
d’en haut”, “los de arriba”, es decir, las personas ricas
situadas en lo más alto de la pirámide social, la nobleza y la
burguesía, los burgueses acomodados que consideraban que el orden
social y económico establecido era bastante satisfactorio y tenían
horror de la idea de cambios revolucionarios. No es de extrañar, por
lo tanto, que las revoluciones que Francia experimentó en 1789,
1830, 1848 y 1871, y que tuvieron lugar la mayoría de ellas, aunque
no todas, en París, fueran en gran parte obra de los hombres y
mujeres “humildes” de la capital del país.
No hay que subestimar los
logros democráticos de esas revoluciones, porque, por ejemplo, fue
durante el gran levantamiento de 1848 cuando se introdujo el sufragio
universal y se abolió la esclavitud. Sin embargo cada revolución
presenció el “secuestro” de las revoluciones por parte de
miembros de la burguesía, que lograron así alcanzar los objetivos
políticos “liberales” y socioeconómicos capitalistas de su
clase, lo
que se hizo a expensas de la nobleza y de la Iglesia, pero, sobre
todo, de “las personas de abajo”, cuyos esfuerzos por llevar a
cabo reformas democráticas de gran alcance se reprimieron en 1848 y
cuyos intentos de construir una sociedad socialista, manifestados en
la Comuna de París de 1871, fueron ahogados en sangre. La burguesía
se
convirtió en
la dueña de Francia después de ese triunfo.
Antes de la Gran Revolución de 1789 París era
una “ciudad real”, que irradiaba el poder y la gloria del orden
feudal de varios siglos de antigüedad cuya figura principal era el
rey. Gran cantidad de edificios monumentales y vastas plazas, con
imponentes estatuas de reyes, cardenales y demás, pertenecían a las
clases privilegiadas de aquel “Antiguo Régimen”, la nobleza y el
(alto) clero, y, por supuesto, también al rey (aunque este prefería
residir en un
suntuoso palacio de Versalles, lejos de la ajetreada capital y de sus
“multitudes enloquecidas”). En aquel
momento la
imagen arquitectónica de
esta “realeza” de París y principal
atracción turística de la ciudad era el Pont Neuf [Puente
Nuevo], el primer puente de piedra sobre el
Sena, un “regalo”
que el rey Enrique IV había hecho a la ciudad hacia el año 1600. El
poder de la Iglesia, íntimamente asociado al rey, se reflejaba en
los muchos lugares
de oración y monasterios, que hacían que París impresionara (¿o
intimidara?) a visitantes y residentes como una “nueva Jerusalén”
católica.
La
nobleza prefería residir en la parte occidental de la ciudad de
París, en grandes y lujosas residencias
conocidas como “hôtels”, situados en el distrito de
Saint-Germain y a lo largo de la rue
du Faubourg Saint-Honoré, que discurría paralela a los Campos
Elíseos hasta el pueblo de Roule, encaramado en una loma que más
tarde se coronaría con el Arco del Triunfo. Anteriormente los
aristócratas habían vivido sobre todo en el barrio de Marais,
situado en el centro de París y cerca de la Bastilla, cuyo centro
era una “place royale”, “plaza real”, la
actual Place des
Vosges. Pero los prósperos miembros de la “prometedora”
burguesía habían ocupado la mayoría de los hôtels
de ese distrito. La burguesía también habitaba en otros barrios
elegantes del centro de París, como la rue
de la Chaussée d’Antin y las calles adyacentes, incluida la rue
de la Victoire, donde residieron durante algún tiempo un joven
Napoleon y su mujer, Josefina.
El “pueblo humilde” vivía en los barrios
degradados y a menudo de chabolas del centro de la ciudad, que seguía
siendo casi medieval, con
calles estrechas, torcidas y sucias, y también en los distritos y
barrios
periféricos del este
de la ciudad (“faubourgs”), especialmente el Faubourg
Saint-Antoine, situado inmediatamente después de la Bastilla y de
las demolidas murallas medievales, un sistema defensivo del que la
Bastilla había sido un importante baluarte. Los faubouriens
de Saint-Antoine fueron
en 1789, y de nuevo en 1830 y 1848 las tropas de choque que sacaron
las castañas del fuego revolucionario. Lo hicieron, entre otras
cosas, asaltando la Bastilla aquel famoso 14
de julio de 1789, y atacando el palacio de las Tullerías y
expulsando al rey de ahí
el 10 de agosto de 1792.
En cierto modo, las revoluciones francesas
consistieron
en los intentos del “pueblo
humilde” de conquistar París y de “quitarle su condición real”
a la “ciudad real”. No es casual que en 1793, durante la “Gran
Revolución”, el rey fuera ejecutado en medio de la más real de
las plazas reales de París, la Place Louis XV, que más tarde se
convirtió en la Place de la Concorde. Otras plazas perdieron sus
nombres y estatuas regios, y los símbolos reales, como la
“fleur-de-lis” [flor de lis], se sustituyeron por atributos
republicanos, como la bandera tricolor y la consigna “libertad ,
igualdad, fraternidad”.
Este hecho de “quitar la condición real” a la
capital implicaba inevitablemente “quitarle la condición
clerical”, que provocó el cierre y la demolición de muchos
monasterios e iglesias o en algunos casos su transformación a
beneficio del “populacho” en hospitales, escuelas o almacenes
para guardar grandes cantidades de harina, vino y otros alimentos
esenciales, y evitar así que sus precios se dispararan en caso de
malas cosechas.
La capital francesa parecía destinada a
convertirse en una ciudad de y para el “pueblo humilde”, el
“demos”, una ciudad literalmente democrática.
Sin embargo, esta idea no agradaba en absoluto a los burgueses
acomodados, que habían
apoyado los
movimientos revolucionarios mientras habían
atacado al orden feudal
establecido, pero que se sintieron amenazados y se volvieron
reaccionarios cuando los revolucionarios parisinos empezaron a luchar
por unos objetivos contrarios
a las ideas “liberales” y
a los intereses capitalistas de la burguesía. Eso ocurrió en 1792,
1848 y 1871. En cada una de estas ocasiones la burguesía logró
reprimir los intentos de radicalización revolucionaria, logró
frustrar los esfuerzos de hacer que París fuera más plebeyo y, en
vez de ello, transformar un poco más la antigua “ciudad real” en
una metrópoli burguesa.
Bajo los auspicios de Napoleon, que había sido
alzado al poder por la burguesía y resultó ser un defensor a
ultranza de sus intereses de
clase, se llevó a cabo el aburguesamiento sistemático de París. El
corso, que provenía de una familia que tanto se podía considerar de
la baja nobleza como de la alta burguesía, fue en gran parte
responsable de que el oeste de París (que antes de la Gran
Revolución había estado monopolizado por una élite de alta cuna,
la nobleza) pudiera ser colonizado por una élite de altos ingresos,
la (alta) burguesía. Se consiguió
gracias a la construcción de amplias avenidas, inspiradas en los ya
existentes Campos Elíseos, en
las que las personas ricas
podían construir casas prestigiosas para vivir en ellas, o para
venderlas o alquilarlas a altos precios; esas avenidas convergían en
un amplio
espacio en forma de estrella, la Place de l’Étoile. El
oeste de París se convirtió así en el hábitat exclusivo de las
personas ricas, las “gens de bien”, la clase acomodada.
Después de Napoleon
y de la “Restauración” de 1815-1830, una breve vuelta
tanto de la monarquía borbónica y la nobleza como de la Iglesia, se
reanudó el aburguesamiento de París bajo el gobierno de un rey
“constitucional” perteneciente
a la Casa de Orleans, Luis
Felipe, conocido como el “rey burgués” debido a que defendía
unas políticas muy liberales. Y el aburguesamiento de París avanzó
de forma espectacular cuando un sobrino de Napoleon gobernó Francia
como emperador Napoleon
III durante un par de décadas a mediados del siglo XIX. Bajo los
auspicios del Prefecto del Departamento del
Sena, Georges–Eugène Haussmann, conocido como el “Barón
Haussmann”, se construyeron bulevares, vastos parques y plazas, y
monumentos impresionantes que transformaron el centro de París en
una metrópolis moderna. Con todo, la “haussmannización” de la
ciudad tuvo también una dimensión contrarrevolucionaria. En primer
lugar, se hizo desaparecer del centro de París la mayoría de los
barrios de chabolas, junto con las personas pobres y agitadas que
habitaban en ellos y, por lo tanto, una ciudadanía potencialmente
revolucionaria. Con
ello se hizo sitio para
construcciones hermosas pero caras, “immeubles de rapport”,
“edificios que generan dinero”, como tiendas, restaurantes,
oficinas y pisos bonitos.
Estos proyectos proporcionaron jugosas oportunidades de ganar dinero
a los burgueses ricos, pero, sobre todo, a los grandes bancos que
aparecieron
entonces en la escena económica, entre ellos el Crédit Lyonnais, la
Société Générale y el Banco Rotschild, en el que trabajó desde
2008 hasta 2012 el actual Presidente de la República, Emmanuel
Macron. Unas 350.000 personas pobres fueron
expulsadas así del centro de la ciudad.
Las “gens de bien”, las
“personas con propiedades”, se instalaron en la ciudad y las
“gens de rien”», las “personas que no tienen nada”, se
vieron obligadas a salir de su centro. Se les expulsó hacia el este,
al Faubourg
Saint-Antoine y a otros distritos periféricos de la ciudad, el
“París de la pobreza” situado
al este,
que resultó ser un planeta muy distinto del “París del lujo”
situado
en el oeste.
Fue desde esta parte este plebeya desde donde en 1798 el demos
parisino había invadido el centro de París para “quitar la
condición real” a la “ville
royale”, “revolucionarla” y “democratizarla”.
En 1871 la Comuna de París fue
un último intento de lograr ese objetivo, pero el levantamiento fue
reprimido por tropas que, procedentes de Versalles, entraron en París
por los distritos occidentales de la ciudad, donde fueron recibidos
con los brazos abiertos, pero se fueron encontrando con una
resistencia cada vez más fuerte a medida que avanzaban hacia el este
de la ciudad, donde acabaron los combates con la ejecución de muchos
comuneros y comuneras que había sido capturados.
La sangrienta represión de la Comuna selló el
triunfo de una burguesía francesa que a partir de entonces fue
resueltamente, casi fanáticamente, contrarrevolucionaria. Había
terminado la “Era de las Revoluciones”, tanto en Francia como en
el hervidero revolucionario del país, París.
Parecía haber desaparecido para siempre la posibilidad de que la
plebe de la capital la conquistara y, a la inversa, el
aburguesamiento de la ciudad que había emprendido Napoleon parecía
entonces un hecho consumado.
Con ocasión del primer centenario de la Gran
Revolución en 1889 se certificó simbólicamente este triunfo de la
burguesía con la construcción de la Torre Eiffel, una especie de
tótem sobredimensionado que evocaba la modernidad, la ciencia, la
técnica y el progreso, unos valores con los que en general se
identificaba la “tribu” burguesa de Francia y
del extranjero, y en
particular la recién nacida “Tercera República” francesa. El
“pilar republicano” funcionó también
como símbolo fálico de la joven, dinámica y potente clase que la
burguesía victoriosa creía ser.
La obra de Eiffel, que se alzaba sobre de las
aguas del Sena y evocaba un faro, parecía irradiar la brillante luz
de la modernidad a todo
el país y, de hecho, a todo
el mundo. Desde un
punto de vista burgués, la Torre tenía también la cualidad de
eclipsar tanto el muy horizontal Pont Neuf, emblema del antiguo París
real, como Notre Dame, rostro arquitectónico de la antigua “ville
royale”. La
Torre proclamaba así la superioridad de la nueva Francia republicana
y capitalista de la burguesía frente a la antigua Francia monárquica
y feudal dominada por la nobleza y la Iglesia.Por último, la Torre sustituyó al
Pont Neuf como principal atracción turística de la capital francesa
y desplazó de hecho el centro de gravedad de la ciudad desde la Île
de la Cité, centro de la rueda parisina, a las zonas burguesas del
oeste de la ciudad, el suntuoso dominio del “beau monde” burgués.
Imagen: La Torre Eiffel durante la Exposición Universal de París de 1889, cuadro de Georges Garen (Wikimedia).
El gran especialista rumano en mitos y religiones antiguas Mircea
Eliade afirma que los pueblos arcaicos tendían a sentirse abrumados por
el vasto, aparentemente caótico y en muchos sentidos misterioso y
aterrador mundo en el que habitaban, un mundo (o universo) del que no
eran sino una parte infinitesimal, insignificante e impotente.
Necesitaban poner orden y familiaridad en este mundo, es decir,
transformar su caos en un cosmos, un mundo que
siguiera siendo misterioso, pero que fuera hasta cierto punto familiar,
comprensible y menos temible. Esto se solía hacer encontrando y marcando
un centro, es decir, un lugar que tuviera un fuerte significado tanto en el espacio como en el tiempo, un espacio sagrado: ese lugar se consideraba el centro de un espacio geográfico, la tierra, y al mismo tiempo el lugar de un punto culminante en el tiempo, el lugar donde los dioses habían creado a los seres humanos y/o el mundo.
Un árbol muy viejo y grande
o
una montaña real o imaginaria, como una pirámide, podían servir
de ese
lugar sagrado, o si no, se podía construir un pilar o una torre y
proclamarlo
el centro (u ombligo, eje) del mundo y/o el lugar de la creación. Se
puede decir que el ejemplo más famoso de este “axis mundi” era
el zigurat o pirámide escalonada de la ciudad de Babilonia, la
famosa Torre de Babel, conocida localmente en la época como
Etemenanki, “el templo de la creación del cielo y la tierra”.
Estas construcciones funcionaban como conexiones simbólicas entre la
tierra y el cielo, permitían a los seres
humanos ascender al cielo o, al menos, acercarse a él; y, a la
inversa, permitían a los dioses descender a la tierra para crear a
los seres humanos. Por consiguiente, también se consideraban
escaleras y contenían escalones, que representaban peldaños, como
en el caso de las terrazas de Etemenanki, los “Jardines Colgantes”
de Babilonia, que
los griegos
consideraban
una de las Siete Maravillas del Mundo.
Con la ayuda de estas ideas
de Mircea Eliade se puede interpretar la construcción de la Torre
Eiffel, su ubicación y sus características principales.
Las revoluciones francesas que desde 1789 y hasta 1871 conmocionaron
Europa y el mundo entero, pero sobre todo a
la propia
Francia, provocaron la desaparición del antiguo cosmos
de la Francia feudal y monárquica, dominada por el binomio de
nobleza e Iglesia. Después de casi un sigo de caos
revolucionario emergió un nuevo cosmos,
un
orden capitalista en vez de uno feudal, cuyo exoesqueleto era una
república y que estaba dominado económica y socialmente por la
(alta) burguesía. Otros países iban a seguir su ejemplo, pero
Francia fue el primero en lograr un estatus burgués casi perfecto,
fue el Estado burgués primigenio.
La capital francesa, donde
habían tenido lugar la mayoría de los principales acontecimientos
revolucionarios, fue el epicentro de un emergente cosmos capitalista
y burgués internacional. Por consiguiente, era
de lo más conveniente que
la metrópoli burguesa erigiera un monumento para confirmar y
celebrar su estatus sagrado respecto al espacio y al tiempo: primero,
como epicentro del nuevo mundo burgués y capitalista, y segundo,
como lugar en el que se había producido, gracias a la(s)
revolución(es), el nada fácil nacimiento de este nuevo mundo. La
Torre Eiffel, el edificio más alto del mundo, era ese monumento, una
especie de pirámide escalonada cuya perpendicularidad, interrumpida
por tres pisos, evocaba también una escalera, como lo habían hecho
las terrazas o “Jardines Colgantes” de Babilonia. Y,
efectivamente, la Torre Eiffel proclamaba que París era la
Babilonia, la ciudad de ciudades, del nuevo cosmos burgués.
La burguesía también había llegado al poder en
otras ciudades europeas a lo largo del siglo XIX o principios del XX,
por medio de revoluciones o no, pero ninguna capital se había
aburguesado tan tempranamente ni tan completamente como París.
Rusia, Alemania y el Imperio Habsburg eran monarquías, vinculadas a
Iglesias “establecidas”, cuyas capitales iban
a seguir siendo ciudades no
solo reales, sino imperiales, que se
jactaban de sus palacios
imperiales y aristocráticos, en su mayoría magníficos. y
de sus iglesias exuberantes. En Gran
Bretaña la clase media-alta liberal se convirtió en socia, aunque
solo socia menor, de una nobleza terrateniente conservadora que
siguió estando
al mando desde el punto de vista
político, social y también arquitectónico y urbanístico.
Así, Londres siguió siendo un mundo urbano con dos polos
arquitectónicos feudales, en un extremo la Torre, una fortaleza
medieval parecida a la Bastilla, un fósil del absolutismo real, y en
el otro el tándem del palacio de Buckingham, un palacio de las
Tullerías británico, y la abadía de Westminster, la Notre Dame
londinense. No es casual que el estilo de la mayoría de las grandes
creaciones arquitectónicas de la época se conociera como
“victoriano”, lo que reflejaba
e incluso enfatizaba su relación con la monarquía.
En comparación con otras capitales, después de
1871 París parecía “über–bourgeois”, burguesa por encima de
todo. No es de extrañar que la ciudad fuera admirada, visitada y
elogiada
por mujeres y hombres burgueses, jóvenes y viejos, conservadores y
vanguardistas de todo el mundo, esto
es, del mundo “occidental”,
que cada vez era más industrial, capitalista y, por supuesto,
burgués. Personas burguesas acomodadas de todo el mundo convergían
en París como los peregrinos católicos convergían en Roma o los
peregrinos musulmanes en La Meca. A la inversa, un París
aburguesado, simbolizado
sobre todo por el urbanismo y la arquitectura “haussmannianos”,
emigró a ciudades de todo el mundo donde la burguesía también
había triunfado política, social y económicamente. Por ejemplo,
Bucarest, Bruselas y Buenos Aires hicieron todo lo posible por
parecerse a la capital francesa, con imponentes residencias y
costosos “edificios que generaban
dinero” situados
en amplias avenidas o vastas
plazas, y
con imponentes edificios gubernamentales, bancos, bolsas, teatros,
hoteles palacio y restaurantes de lujo.
En 1871 bajó el telón de
la dramática “Era de las Revoluciones” francesa, pero por
debajo de
la superficie, y a
veces
por encima,
persistió el conflicto de clases de menor intensidad y con él la
simbólica “Batalla por París” librada entre ricos y pobres. La
burguesía creía haber ganado la batalla, pero su victoria nunca fue
verdaderamente completa. El este de París siguió siendo plebeyo e
igualmente plebeyos, incluso proletarios, fueron
los nuevos barrios
pèriféricos
que proliferaron al este y al norte de la capital, como Saint-Denis.
Es ahí donde se instalaron los inmigrantes llegados de toda Francia
y del extranjero en busca de trabajo en la capital, pero que
no podían pagar
los elevados
precios de la vivienda en el centro y los barrios del oeste de la
ciudad.
A lo largo de los 135 años
pasados
desde la construcción de Torre Eiffel, París logró
seguir
siendo burguesa,
pero no con tanta seguridad como se
podría creer.
De hecho, esta supremacía burguesa se vio amenazada varias
veces.
No obstante, la ocupación alemana de 1940-1944 no fue
un problema a este respecto, como cabría
pensar. La burguesía prosperó en Francia, y especialmente en París,
bajo los auspicios del ocupante y del régimen colaboracionista de
Vichy, ambos ávidos practicantes de políticas de bajos salarios y
altos beneficios. Hitler, que era él mismo un “petit
bourgeois” que había sido cooptado por la“haute
bourgeoisie” alemana y gobernaba en su nombre, admiraba
París. No
tenía intención de destruir la
ciudad,
pero en colaboración con el arquitecto Albert Speer planeó
transformar Berlín de modo
que la capital alemana ocupara el lugar de París como una Babilonia
burguesa. El Führer
también opinaba que muchos franceses no estaban descontentos con la
presencia alemana en la “Ciudad de la Luz”, porque eliminaba “la
amenaza de los movimientos revolucionarios” (2).
Foto: Visita de Hitler a París el 23 de junio 23 de 1940 (Wikimedia).
Y, efectivamente,
en agosto de 1944, cuando los alemanes se retiraban de la ciudad y
las tropas aliadas procedentes de Normandía no habían llegado
todavía, se produjo una situación potencialmente revolucionaria que
amenazaba la supremacía burguesa en París. Surgió así una
oportunidad de
que la Resistencia de izquierdas, dirigida por los comunistas,
llegara al poder en la capital y potencialmente en todo el país, y
en ese
caso muy probablemente se habrían producido
reformas anticapitalistas extremadamente radicales. Pero los
estadounidenses frustraron esa posibilidad. El
ejército
estadounidense trasladó
rápidamente a París al general de
Gaulle (al
que antes había
ignorado, algo que él nunca perdonaría a los estadounidenses) y lo
presentaron
como el indiscutible líder supremo de la Resistencia, aunque
en realidad no lo era. Pronto
se convirtió en jefe del gobierno de la Francia liberada. Su entrada
triunfal en la capital no se escenificó en la plaza de la Bastilla
ni en ningún otro lugar del este de París, sino en los Campos
Elíseos, la calle
principal de los mismos distritos occidentales donde en 1871 una
bienvenida entusiasta esperaba a las tropas que acudían desde
Versalles para ahogar en sangre a la Comuna. De
Gaulle iba a garantizar que el orden socioeconómico burgués se
mantuviera intacto en Francia y con un París, como la guinda del
pastel, que iba a seguir siendo igualmente burgués.
Foto: Charles de Gaulle camina por los Champs Élysées el 26 de agosto de 1944 (Wikimedia)
El
hecho de que el aburguesamiento
de París nunca estuvo totalmente
asegurado también se hizo evidente que en mayo de 1968, cuando
obreros y estudiantes se declararon en huelga y se manifestaron en el
Barrio Latino y otras partes
del centro de la ciudad, y la situación amenazó con degenerar en
una guerra civil o una revolución.
Por otra parte, también
hubo intentos de perfeccionar el aburguesamiento de la Ciudad de la
Luz. Así es como se pueden interpretar los grandes proyectos que se
emprendieron en el este de la capital, primero por parte del sucesor
del general de Gaulle, Georges Pompidou, que decidió que las últimas
barriadas del centro de París dejaran sitio a un centro de arte que
recibió
su nombre. Poco después, bajo los auspicios del presidente François
Mitterand, en teoría socialista pero en realidad un “bourgeois
gentilhomme”, “burgués
gentilhombre”, iniciativas como la construcción de una nueva ópera
en la plaza de la Bastilla y un nuevo Ministerio de Finanzas, así
como de un
estadio deportivo en el barrio obrero de Bercy, pretendían
oficialmente rejuvenecer el este de la ciudad a
beneficio de sus habitantes plebeyos, pero los planes urbanísticos
de Mitterand en realidad fueron
una gentrificación
a
beneficio de la burguesía y especialmente de su “jeunesse dorée”
o juventud dorada, para la que el oeste de París probablemente era
demasiado burgués en el sentido de “aburrido”.
En 2018 surgió
una nueva amenaza para el París burgués en forma de un movimiento
cuyos numerosos y alborotadores participantes se conocieron como los
“Chalecos Amarillos”. Estos manifestantes eran los “sospechosos
habituales”, es decir, plebeyos de los barrios y suburbios del este
de la capital a los que su unieron personas
de toda
Francia e incluso del extranjero en sus invasiones semanales de la
ciudad. Se manifestaron muy provocativamente no solo en la Plaza de
la Bastilla y en otros lugares de su “territorio” en el este de
París, sino también en el corazón del “París del lujo” de la
parte occidental, incluidos los Campos Elíseos.
Los “Chalecos Amarillos” se la tenían jurada a la persona y al
político del presidente Macron, un exbanquero que era tan
presidente-burgués como Luis Felipe había sido un rey-burgués. El
París burgués tembló
mientras duró el movimiento, hasta que en 2020 la pandemia de
COVID-19 proporcionó una justificación perfecta para prohibir las
grandes concentraciones.
La reciente organización de
los Juegos Olímpicos se puede ver, y entender, desde la misma
perspectiva. En efecto, se han definido los Juegos Olímpicos
modernos como un “capitalismo de celebración” (3),
es
decir, un fasto para la “clase capitalista” burguesa, cuya “crème
de la crème” está formada actualmente por propietarios
hiperricos, grandes accionistas y directivos de empresas
multinacionales, magnates de los medios de comunicación, sus aliados
financieros, juristas y celebridades multimillonarias como Lady Gaga,
Céline Dion, etcétera. El
objetivo fundamental
de esta clase es maximizar
los beneficios. Y la función de los Juegos Olímpicos es permitir
esta acumulación de riquezas con la colaboración de la ciudad y el
país anfitriones, que se supone facilitan esta privatización
de los beneficios no exclusivamente, sino fundamentalmente,
por
medio de
la socialización de los costes (4).
Esta élite del capitalismo multinacional patrocina los Juegos
Olímpicos y entre sus miembros hay
sobre todo corporaciones
originarias
de
Estados Unidos (actual
centro
de gravedad del sistema capitalista mundial), como Coca-Cola, pero
también empresas francesas como Louis Vuitton (LV), que
suministra
todo tipo de productos de lujo, una empresa que floreció durante la
ocupación alemana que, como hemos
mencionado,
no
fueron
malos tiempos para la élite burguesa francesa, típica consumidora
de los muy caros artículos
que LV pone a su disposición.
Esta élite internacional
estaba deseando celebrar sus Juegos Olímpicos en París, pero en un
París agradable, en un París en el que pudieran sentirse como en
casa, y eso significaba la parte occidental y burguesa de la ciudad,
el “París del lujo”. A su vez, para la burguesía, la “clase
capitalista” de París y de toda Francia, los Juegos Olímpicos
suponían una oportunidad de oro en dos sentidos. Primero, para
obtener unos beneficios nunca vistos, por ejemplo, cobrando unos
precios exorbitantes
por las habitaciones de hoteles buenos
del oeste de París, que incluso en épocas normales son caros, y
también por los balcones de los pisos superiores
de los edificios “que generan dinero” situados en lugares
favorables, desde los
que
turistas adinerados podían aclamar a los atletas a
su
paso. En segundo lugar, y más importante al menos para lo
que pretendemos,
los Juegos Olímpicos también ofrecían a la burguesía la
posibilidad de confirmar una
vez más e
incluso fomentar
el aburguesamiento de la ciudad, y de permitir que París volviera a
brillar, aunque fuera solo durante unas semanas, como la Babilonia de
la burguesía internacional. En este contexto fue en el que se llevó
a cabo la “limpieza social”
(nettoyage social)
de
la ciudad, en concreto con la expulsión de las personas sin hogar y
la concomitante “ocultación
de la pobreza”
(invisibilisation de la pauvreté)
(5).
Así,
también se puede entender
por qué el día de la inauguración los barcos con miles de atletas
a bordo salieron del puente de Austerlitz, situado en la cúspide del
centro histórico de la ciudad y de sus barrios del este, el “París
de la pobreza”. El
espectáculo olímpico daba la espalda al París plebeyo al salir de
ahí, de modo que se podía dejar sin ser vistos ni mencionados la
plaza de la Bastilla, primordial “locus delicti” revolucionario,
y, detrás de ella, el Faubourg
Saint-Antoine, antaño la guarida del león revolucionario, en gran
parte literalmente atrincherado; bastó con que anteriormente,
concretamente el 14 de julio, día de la Toma de la Bastilla, la
antorcha olímpica pasara brevemente por ese barrio. Así, la
flotilla, impertérrita ante
desagradables asociaciones con la Revolución francesa y las
revoluciones en general, pudo descender alegremente por el Sena hasta
el oeste de París, el París en el que una “celebración
del capitalismo» deportiva era tan bienvenida como lo habían
sido
las tropas procedentes de Versalles y el General de Gaulle en 1871 y
1944, respectivamente.
Forzosamente también se
tuvieron que utilizar para los Juegos Olímpicos algunas de las
infraestructuras deportivas que resultaban
estar en otros lugares, como el estadio nacional de fútbol y de
rugby del barrio
periférico
plebeyo de Saint-Denis, un impresionante recinto conocido como
Estadio
de Francia. Con todo, la
mayor cantidad
posible de eventos, incluidos los más espectaculares, tuvieron
lugar en los
barrios del oeste. Las
maratones acabaron en la vasta Explanada de los Inválidos y los
ciclistas llegaron al fotogénico lugar que se podría considerar el
punto topográfico central de los Juegos Olímpicos parisinos,
prácticamente en la base de la Torre Eiffel, donde también se
habían levantado instalaciones provisionales para pruebas como tenis
y voley playa. Ahí
fue también donde los atletas desembarcaron de los barcos para
asistir a la ceremonia inaugural. En aquella ocasión, la columna de
Eiffel, resplandeciente con miles de luces, proclamó a los
parisinos, a los atletas y a todo el mundo no solo que la celebración
olímpica del capitalismo era bienvenida en París, sino también que
París seguía perteneciendo a la burguesía, al menos hasta que
volviera a correr el peligro de una segunda venida de los “chalecos
amarillos” o de la aparición de otra horda plebeya.
Notas:
(1) Véase
Jacques R. Pauwels, “Napoleon Between War and Revolution”,
Counterpunch,
7 de mayo de 2021.
(2)
Véase
los cometarios sobre
París (incluida
la Torre
Eiffel) y
Berlín in Adolf Hitler, Libres
propos sur la guerre et la paix,
París 1952, pp. 23, 81, 97.
(3)
Véase
Jules Boykoff,
Celebration
capitalism and the Olympic games, Londres
2014.
(4)
Jules
Boykoff, autor del concepto de “capitalismo de celebración”,
considera los Juegos Olímpicos una forma inversa de economía de
goteo, por la que la riqueza en realidad gotea hacia arriba, de los
pobres a los ricos.
Jacques R. Pauwels es un prestigioso historiador y politólogo, e investigador asociado del Centre for Research on Globalization (CRG). Sus últimos libros publicados en castellano son Grandes negocios con Hitler, El Garaje Ediciones 2021, y Los grandes mitos de la historia moderna, Boltxe Liburuak 2021, que publicará a lo largo del mes de septiembre La Gran Guerra de clases, 1914-1918. Próximamente también se publicará en inglés How Paris Made the Revolution and the Revolution (re)made Paris, Iskra Books, US/UK/Ireland.
Esta
traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar
su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como
fuente de la traducción.
Los Juegos Olímpicos que comienzan el
próximo 26 de julio en París serán los primeros de la historia con un
sistema de videovigilancia vinculado a gigantescas bases de datos,
algoritmos desarrollados por inteligencia artificial y con posibilidad
de reconocimiento facial. En busca de la seguridad se abre paso una
nueva forma de control individual y colectivo con una capacidad sin
precedentes.
Un hombre de mediana edad pasea por los alrededores del estadio en el que se están celebrando las pruebas de atletismo de los Juegos Olímpicos.
Fuera todo está tranquilo, sólo se oyen los ecos de los aplausos
convertidos en murmullos cuando algún saltador consigue superar el
listón, al finalizar una carrera o cuando aparece en las pantallas
alguna de las estrellas que competirán esa tarde.
Hasta que tres coches de Policía llegan a toda velocidad, le cortan el paso al hombre y le detienen en apenas unos segundos. Una cámara le ha grabado
y un algoritmo ha dado la voz de alarma: habrá hecho algún movimiento
inesperado, hay cerca algún objeto abandonado, hay una concentración de
personas “no prevista”. O quizás se parece mucho a alguien que participó
hace unos meses en una protesta contra el ataque a Gaza y arrojó una
botella a la Policía… En un centro de mandos alguien ve la alarma, le da
cierta verosimilitud y manda la orden a las patrullas más cercanas.
Represión de la protesta en Francia
No, no se trata de una escena de una serie futurista, sino que es
algo que podría suceder en apenas unos días durante los Juegos Olímpicos
que se celebrarán en París y otras localidades francesas. Este será el
primer evento de alcance mundial bajo un sistema de videovigilancia algorítmica, conocida como VSA por sus siglas en inglés.
Así, está previsto que se unan más de 400 cámaras en los accesos a
estadios, calles y transportes cercanos, a las 4.000 que ya operan en
París, con el objetivo de que la seguridad tenga los menos puntos ciegos
posibles durante la competición deportiva más seguida del planeta, y
que está previsto que visiten alrededor de un millón y medio de
turistas.
Pero lo novedoso de este sistema no está en el número de cámaras,
sino en qué pasará después con lo que graben muchas de ellas. El
Gobierno francés ha contratado a cuatro empresas (Videtics, Orange Business, ChapsVision and Wintics)
para que sus algoritmos analicen las imágenes y puedan alertar sobre
posibles atentados, agresiones, infracciones de tráfico, aglomeraciones
peligrosas… El Ministerio del Interior galo defiende que todo el sistema
busca únicamente la seguridad, que se respetarán los derechos fundamentales y -punto clave- que no se realizará el reconocimiento facial de las personas grabadas.
«Intrusivo y desproporcionado»
Por el contrario, 38 organizaciones de la sociedad civil en Francia alertaron de que las medidas que se pondrán en marcha son contrarias al derecho internacional y calificaron el dispositivo como “intrusivo” y “desproporcionado”.
Desde Barcelona, Felip Daza, investigador del Observatorio de Derechos Humanos y Empresas en el Mediterráneo (ODHE)
señala que estos sistemas llegan a reconocer las emociones, son “muy
invasivos” y “potencialmente vulneradores” de derechos como la
privacidad, la libertad de expresión, y los derechos de reunión y no
discriminación.
Daza apunta que está demostrado que ser grabado por cámaras de
seguridad cambia el comportamiento de las personas en la calle, y que
este dispositivo sin precedentes se pone en marcha en un contexto de
represión de la protesta en el país, sobre todo ante las manifestaciones de los chalecos amarillos y contra los ataques a Gaza.
Ni el Comité Olímpico Español ni el internacional han querido responder a este medio sobre las dudas que plantea el sistema VSA que se empleará en los Juegos Olímpicos.
Peligros y precedentes: convertirnos en “carnets de identidad andantes”
Aunque el Gobierno, la Policía francesa y las empresas contratadas
reiteran que las cámaras no estarán dotadas de reconocimiento facial,
ésta es una línea roja que desde muchas organizaciones creen que puede
cruzarse en cualquier momento. “El software que permite la videovigilancia basada en la inteligencia artificial
puede permitir fácilmente el reconocimiento facial. Es simplemente una
opción de configuración”, sostiene Katia Roux, especialista de
tecnología de Amnistía Internacional en Francia.
Más allá de la posibilidad técnica, lo cierto es que Francia ya ha desarrollado el reconocimiento facial y sistemas “predictivos” en numerosas localidades, según el mapeo de la plataforma Tecnopolice.
También resulta controvertida la presencia en más de 200 localidades
francesas de las cámaras de Briefcam, una empresa de origen israelí.
Organizaciones francesas han denunciado durante años que su sistema
de VSA permite activar el reconocimiento facial en apenas unos clicks, tal y como puede verse en su propio manual de instrucciones.
Actualmente, Briefcam también ofrece sus sistemas de vigilancia en
numerosos barrios palestinos de la Cisjordania ocupada, de acuerdo a las
investigaciones de Who profits.
‘Safe city’
Niza sería el máximo exponente de la idea de la safe city
(ciudad segura) gracias a la videovigilancia combinada entre cámaras en
espacios públicos, drones y las propias patrullas de policía. Todas esas
imágenes se envían a una base de datos, donde un programa dotado de
reconocimiento facial pone a trabajar algoritmos desarrollados por inteligencia artificial comparándolos con bases de datos descomunales.
Y ahí es donde radica otro de los problemas: las organizaciones
contrarias a estos dispositivos señalan que, al ser alimentados por las
informaciones policiales, los “prejuicios humanos” sobre etnia, color de
piel, barrio de residencia, etc. se trasladan a esos algoritmos dando
pie a una discriminación de forma automatizada. Es decir, que al
supuesto señor al que le sorprenderá la patrulla fuera del estadio tiene
muchas más posibilidades de tener la piel oscura y determinada
vestimenta…
Sobre esta capacidad de control sin precedentes, organizaciones policiales como Scotland Yard
aseguran que su uso supone un ‘antes y después’ en la eficacia contra
la lucha contra la delincuencia. Mientras, desde la organización inglesa
Big Brother Watch consideran que “nos convierten en carnets de identidad andantes”.
Una excepción donde cabe todo
Francia autorizó la videovigilancia en 2019, pero no fue hasta la primavera de 2023 cuando el Parlamento francés dio luz verde a incorporar la inteligencia artificial
en los sistemas de seguridad de forma experimental. Los Juegos
Olímpicos se convertirán así en una suerte de laboratorio donde
comprobar estos sistemas, y para ello han aprobado una ley que
permitiría hasta 2025 el uso del reconocimiento facial (ese que aseguran
que no van a utilizar), siempre que sea bajo el marco de “seguridad
nacional”. Una excepción que las organizaciones contrarias a estos
sistemas temen que se convierta en costumbre.
Además, la excepción de la seguridad es lo que permitiría a Francia
no ir en contra de las leyes de la Unión Europea. Porque si en un
principio la normativa comunitaria prohibió cualquier tecnología de vigilancia masiva a través de inteligencia artificial,
en diciembre de 2023 abrió la puerta a su uso por ese motivo. “La UE
cada vez se escuda más en la priorización de la seguridad y todo apunta
al uso de este tipo de vigilancia de manera permanente”, lamenta Carlos
de las Heras, portavoz de Amnistía Internacional en España.
No sólo en Francia
Por supuesto, esta cuestión no es algo exclusivo de Francia o la
Unión Europea, y en otros países como Reino Unido, China, Rusia o Brasil
ya han puesto en marcha sistemas de vigilancia basada en algoritmos y
con capacidad de identificación individual. De hecho, Heras recuerda que
el reconocimiento facial ya se puso en marcha en Estados Unidos durante las protestas del Black Lives Matter para identificar a manifestantes pacíficos.
Al mismo tiempo, subraya que el uso de esta tecnología puede desembocar en la elaboración de perfiles basados en la etnia o el origen nacional
“extremadamente discriminatorios” y tienen un posible “efecto de
autocensura” que haga que muchas personas dejen de participar en
cualquier protesta por miedo a las consecuencias derivadas de su
identificación.
Por su parte el investigador de ODHE, Carlos Díaz adelanta que “estos Juegos Olímpicos van a ser un proceso de no retorno.
Se pondrán en marcha sistemas de vigilancia muy sofisticados que han
venido para quedarse”. En las próximas semanas veremos qué deportistas
consiguen hacerse con una medalla en los Juegos de París, y quizás en
algo más de tiempo sepamos cómo la cita olímpica cambió para siempre la
forma en que los Estados enfrentan a las amenazas a su seguridad, y al
mismo tienen también capacidad para vigilar y reprimir cualquier forma
de protesta.
Le
14 juillet 1953, un drame terrible s’est déroulé en plein Paris. Au
moment de la dislocation d’une manifestation en l’honneur de la
Révolution Française, la police parisienne a chargé un cortège de
manifestants algériens. Sept personnes (6 Algériens et un Français) ont
été tuées et une centaine de manifestants ont été blessés et plus de
quarante par balles. Un vrai carnage. Cette histoire est quasiment
inconnue. Pratiquement personne n’est au courant de son existence. Comme
si une page d’histoire avait été déchirée et mise à la poubelle. En
France comme en Algérie.
Ce film, est l’histoire d’une longue
enquête contre l’amnésie. Enquête au jour le jour, pour retrouver des
témoins, pour faire parler les historiens, pour reprendre les
informations dans les journaux de l’époque, dans les archives et autres
centres de documentation afin de reconstituer au mieux le déroulement de
ce drame mais aussi pour comprendre comment ce mensonge d’État a si
bien fonctionné.
Avant que les derniers témoins ne disparaissent, il est temps que l’histoire de ce massacre sorte de l’oubli.
À Saint-Germain-des-Prés, l'errance d'un homme tiraillé entre quête spirituelle et désir charnel. Traqué par la caméra, Pierre Clémenti, somnambule diaphane et magnétique, vit entièrement son personnage dans un tableau saisissant de Paris à la veille de Mai 68. D'une pureté lyrique, le film, en partie financé par Godard, est le chaînon manquant entre Nouvelle Vague et underground new-yorkais.
Mouais...ça a l'air suffisamment chiant pour se le tartiner en entier.
Je n'ai pas trouvé de traces particulières dans les écrits de Guy Debord sur les films du néoréalisme italien. Bien sûr il y a L'Avventura de Michelangelo Antonioni, sur lequel je reviendrai: un film de déambulation, mais qui marque en 1960 la fin du cycle historique de ce style.
Pourtant, le néoréalisme italien me paraît être le cinéma contemporain de sa jeunesse le plus proche du sentiment de dérive. Avec l'avènement de ce style, a lieu ce que Gilles Deleuze appelle la transition de l'image-mouvement à l'image-temps. C'est le genre de cinéma qu'André Bazin appelait dans Qu'est-ce que le cinéma? en 1958 du "cinéma pur" parce que justement il donnait "l'illusion esthétique parfaite de la réalité", en pensant en particulier au Voleur de bicyclette de Vittorio de Sica (1948).
Il me semble que c'est parce qu'il rend particulièrement ce sentiment que Debord cite dans une de ses lettres le cinéma de Jean Rouch: " Rouch. Tout à fait en marge du cinéma, mais justement par là l'élargissant considérablement, à partir uniquement de reportages ethnographiques Les Maîtres-Fous et Moi, un noir." (Lettre à Frankin du 7 septembre 1959).
À défaut qu'il le cite, c'est sur Roberto Rossellini que je voudrai mettre l'accent. Il mérite d'être tout spécialement mentionné lorsqu'il est question de films de déambulation. "Les choses sont-là, pourquoi les modifier", aimait-il à dire en forme de boutade. Laisser-aller les choses, c'est aussi cela qui se passe lors des dérives, intégralement, partiellement (ou de manière minimale si celui-ci est dialectiquement sous contrôle, orienté par des objectifs comme le retour-sur-expérience utiles à la psychogéographie, et in fine construire l'Urbanisme unitaire).
Il fut le pionnier du néoréalisme avec Rome, ville ouverte (1946), puis du réalisme méditatif avec Voyage en Italie (1954) et du réalisme historique avec La Prise de pouvoir par Louis XIV - trois ruptures décisives par lesquelles il a ouvert la voie. J'ai envie de dire qu'il la ferme aussi en un lieu précis, Paris, avec son dernier film en 1977, fait pour la télévision, Beaubourg, centre d'art et de culture Georges Pompidou. Il ne s'agit pas juste decla clôture finale de son œuvre, c'est aussi d'un point de vue debordien la vision d'une fin de Paris: le crépuscule de celle qui fut la ville de naissance de la psychogéographie et de la dérive; laissant en quelque sorte ces définitions seules, orphelines, face au décor initial détruit. Le centre d'art Beaubourg, qui se lève sur le plateau Beaubourg, était censé dans la décennie 1970 redonner du lustre à la capitale déchue de l'art, supplantée par New-York dans la décennie précédente. Il ne fera que confirmer la relégation, un trophée de consolation pour ce que l'on appellera bientôt la "classe créative". C'est la fin du Paris historique de la dérive, c'est-à-dire du théâtre grandeur nature de la lutte des classes, avec justement l'expulsion des classes populaires vers les banlieues. Tout proche de là, le transfert des Halles, le ventre de Paris, à Rungis, est un événement majeur: ressenti comme la plus grande amputation de cette période. Sans ce substrat populaire, survient la grande coupure du Je artiste et du Nous prolétarien (coagulés durant la Guerre de 1914-1918). On pourra désormais réélire un maire de Paris au suffrage universel (le danger communard est définitivement écarté) et faire de l'art conceptuel. Par contre plus personne ne chantera Paris.
En 1977, le
Centre Pompidou ouvre donc ses portes. Le tournage s’étale du mois de janvier à mai 1977. Le film ne comporte aucun commentaire. Témoigne seule la réalité
sonore du lieu. C'est ce contact du public confronté directement à l'art contemporain,
dans sa spontanéité et sa sincérité, que Rossellini veut saisir. Pour cela,
il adopte un principe de déambulation qui lui est cher et lui permet d'accumuler
les observations. "Il ne s'arrête pas aux œuvres, commente Alain Bergala,
ce qui l'intéresse, c'est le rapport du public aux œuvres." D'où parfois
un côté Tati, cocasse, car le public
n'a pas encore appris à révérer l'art contemporain. Et un intérêt sociologique
certain.
"Beaubourg est un phénomène important" déclarait
Roberto Rossellini à Ecran 77. "J’ai regardé le phénomène.
(…) Je n’ai utilisé dans le film ni musique ni narrateur.
J’ai voulu montrer Beaubourg. J’ai caché des dizaines de
micros et j’ai recueilli toutes les voix du public qui court en masse
à Beaubourg."
Conscient de l’importance historique du moment, le producteur Jacques Grandclaude
propose à Rossellini de le filmer pas à pas, plan par plan,
durant toute la réalisation du film. Convaincu par cette démarche
qu’il qualifia en souriant "d’entomologiste", celui qui
n’avait jamais accepté qu’on le filme de cette manière,
devenait l’acteur principal d’une "leçon de cinéma". Voir le film Rossellini au travail