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lundi 14 octobre 2024

1848, una revolución europea. Sobre «Primavera revolucionaria», de Christopher Clark

FUENTE: https://nuso.org/articulo/312-1848-una-revolucion-europea/

 Nueva Sociedad 312 / Julio - Agosto 2024    Edgar Straehle

Pese a haber sido un proceso a escala continental, de Palermo a París, de Roma a Praga, de Berlín a Viena, pasando por Budapest o Copenhague, la revolución de 1848 no dejó símbolos ni lemas y la memoria no fue tan generosa con ella. En su nuevo libro, el historiador Christopher Clark recrea este año extraordinario en la historia europea y nos permite pensar de manera más amplia la historia de las revoluciones y los procesos de transformación política y social.

 

1848, una revolución europea  Sobre «Primavera revolucionaria», de Christopher Clark 
‘Lamartine, ante el Hôtel de Ville, París, rechaza la bandera roja’ (1848), 
de Henri Félix Emmanuel Philippoteaux (Petit Palais)

 

Primavera revolucionaria. La lucha por un mundo nuevo 1848-1849, de Christopher Clark1, es una monumental historia de las revoluciones de 1848. Con un gran estilo narrativo y un sugerente abordaje analítico de los acontecimientos, este historiador ha sido capaz de reunir en cerca de mil páginas, muy bien hiladas, conocimientos y nombres propios al alcance de muy pocas personas. Se trata de un escrito tan deslumbrante como por ello mismo apabullante, que genera la sensación de tener muy poco que añadir a lo leído y mucho que aprender y releer una y otra vez con lo relatado de manera pormenorizada. Deliberadamente, el libro se apoya también en numerosas figuras y testimonios, como el futuro canciller Otto von Bismarck, que tendrán su auténtico protagonismo más tarde, si bien la narración de su experiencia en esos años ya nos permite comprender sus futuras trayectorias y provee a este escrito de cierta dimensión prospectiva. No creo que sea muy arriesgado profetizar que esta obra se ha convertido ya en un clásico reciente para este periodo. 

Además, para comprender la complejidad y el mérito del libro, hay que tener en cuenta que la oleada revolucionaria de 1848 es extremadamente difícil de narrar a causa de la gran cantidad de territorios que involucró y las múltiples conexiones e influencias que hubo entre ellos, no siempre sincronizadas ni unívocas. Clark mismo señala que las revoluciones de 1848 «se caracterizaron en todo momento por su multitud de voces, su falta de coordinación y la superposición de muchos vectores transversales de intención y conflicto»2.

Eso explica que en las primeras páginas se avise de que «debido a su combinación de intensidad y extensión geográfica, las revoluciones de 1848 fueron únicas», aunque también se deja caer que fue «la única revolución auténticamente europea que ha habido jamás». De hecho, y pese a que en algún momento se informa de su impacto a escala mundial, se podría aventurar que el verdadero sujeto oculto de esta portentosa narración es la propia Europa, abordada aquí desde ángulos diversos pero interconectados. El libro se aleja así de una historia –y sobre todo una memoria– por lo general excesivamente galocéntrica en la narración de estas revoluciones y otorga gran protagonismo a geografías a menudo olvidadas o postergadas, como Valaquia o las islas Jónicas, donde el británico Sir Henry Ward impulsó una represión brutal.

Al fin y al cabo, una de las grandes metas perseguidas consiste en el intento (logrado) de reflejar la complejidad de esos episodios y evitar reduccionismos o simplificaciones, como catalogar a estas revoluciones simplemente de liberales o de nacionalistas. Para ello, la explicación histórica también presta atención a movimientos como los radicales socialistas de la época, los sacerdotes partidarios de la revolución, como en Valaquia o en el Reino de las Dos Sicilias, o los luchadores por la emancipación de los judíos en un contexto plagado de antisemitismo. Asimismo, se trata el abolicionismo, sin restringirlo a una Francia que prohibió oficialmente la esclavitud en 1848 (si bien no la erradicó por completo en territorios como el África occidental francesa hasta 1905), ya que también se acuerda de los intentos provisionalmente fallidos de emancipar a los numerosos esclavos romaníes en Moldavia y Valaquia. Por supuesto, el libro no se olvida de las luchas por los derechos de las mujeres, sistemáticamente negados en las revoluciones de 1848 pese a la activa participación e implicación política de ellas, incluso en las calles y barricadas.

De esta manera, se proporciona un escorzo heterogéneo y vívido, reforzado además por la inclusión de otros elementos como imágenes, canciones o anécdotas del momento. Algunas de estas últimas son muy curiosas y no poco interesantes, como el estallido de la revolución de Palermo a inicios de 1848, anunciada unos días antes mediante notas impresas por Francesco Bagnasco en solitario, pese a que las firmara pomposamente en nombre de un inexistente Comité Revolucionario. Solamente se agradecería una buena cronología con la que orientar a un lector que fácilmente se pierde ante el inmenso aluvión de nombres y acontecimientos interrelacionados de diferentes países que se explican y a los que separa poco tiempo. De hecho, uno de los aspectos más logrados del libro es su explicación de cómo ante las crisis políticas que se iban desencadenando, las decisiones de los diferentes Estados quedaban condicionadas por los repentinos acontecimientos que tenían lugar en otros países.

Hay que tener en cuenta que la oleada revolucionaria afectó a toda Europa y que, como recuerda Clark, numerosas palabras comunes resonaron por todas partes (palabras como Constitución, libertad, libertad de prensa, asociación y reunión, guardia civil o nacional o reforma electoral), aunque también se debe decir que no en todos los países lo hizo con la misma fuerza ni tampoco adquirió una auténtica dimensión revolucionaria. El libro también se preocupa por resaltar esos casos distintos y menos espectaculares, pero no por ello poco importantes. Por ejemplo, el rey Guillermo ii supo reaccionar con celeridad en Países Bajos y alejó la tormenta revolucionaria gracias a la promulgación de una Constitución liberal. Este país no evitó la crisis revolucionaria, sino que, como se explica, consiguió «absorber con éxito e interpretar la crisis revolucionaria que asolaba Europa». Algo semejante, si bien con menos concesiones legislativas y con un mayor papel preventivo de la vigilancia y la represión, sucedió en una Bélgica que 18 años antes ya había tenido su propia revolución. Desde una óptica semejante, Clark estudia el caso de Gran Bretaña con el fin de poner fin al mito de que no hubo un «1848 británico». Algo similar se podría decir de una España no olvidada en el libro y donde ya en una fecha temprana como el 13 de marzo, Ramón María Narváez impulsó una Ley de Poderes Extraordinarios que no impidió el estallido de revueltas más tarde reprimidas. Se agradece que Clark no caiga en interpretaciones excepcionalistas de la historia española y se posicione frente al «supuesto caso especial ibérico que a veces se sugiere en los libros, una España aislada por los Pirineos y encerrada en un ciclo de contiendas civiles que la mantenía al margen de la vida política del resto del continente». 

Por ello, el libro no solo se desmarca de lecturas, por así decir, meramente difusionistas, sino que pone de relieve que también la propia historia local influyó en sus erupciones revolucionarias. Como se cuida de especificar Clark:

las revoluciones no fueron causa unas de otras, como las fichas en fila de un dominó hacen caer a las que siguen. Pero tampoco fueron mutuamente independientes, porque estaban emparentadas, arraigadas en el mismo espacio económico interconectado, y se desarrollaban en órdenes culturales y políticos afines, impulsadas por procesos de cambios sociopolíticos e ideológicos interconectados desde siempre a escala trasnacional. Cuando estallaron las revoluciones en 1848, los efectos sincrónicos de propagación interactuaron con las situaciones de inestabilidad.

Dicho de otra manera, la sincronía no se puede entender sin la propia diacronía de cada uno de los territorios en cuestión. Cada una de las revoluciones tuvo elementos en común, y también se despertaron mutuas oleadas de simpatía y solidaridad, incluso de apoyo. No obstante, eso no evitó que hubiera diferencias significativas, las cuales podían ir desde los ritmos o la intensidad de los acontecimientos hasta los tipos de demandas o de reacciones por parte de los gobiernos de turno. Por ejemplo, la vía republicana emprendida en Francia no fue la mayoritaria en Europa. Y eso por no hablar de la importante diferencia entre las ciudades y un campo muchas veces desatendido o mal comprendido por los revolucionarios. O de la difícil o imposible armonización de movimientos nacionalistas que, por decirlo con Clark, ciertamente estimularon nuevas solidaridades y cooperaron de manera destacada en numerosas ocasiones, pero también desencadenaron no pocos recelos o enfrentamientos muchas veces en nombre de un pasado mítico o directamente imaginado. Un conflicto interesante fue el de Schleswig-Holstein, que enfrentó a daneses y alemanes, adquirió una repercusión europea y acabó por generar tensiones entre la Prusia de Federico Guillermo iv y la alemana Asamblea Nacional de Fráncfort. 

También se desataron conflictos entre los propios revolucionarios, palabra que en verdad englobaba un amplio abanico de posiciones ideológicas. Un factor conocido fueron los resultados de las elecciones convocadas por ellos mismos y que mayormente favorecieron a liberales y conservadores moderados. Eso condujo a desplazar la agenda social y a conocidas crisis como las Jornadas de Junio de París, que podemos ver como una revolución contra la propia revolución. Este alzamiento, violentamente reprimido, estalló a raíz del cierre de los efímeros talleres nacionales que debían dar respuesta al «derecho al trabajo» enarbolado entonces, reconocido por el primer borrador de la Constitución francesa de 1848 y finalmente revocado en su versión definitiva. Como se sabe, a los pocos meses nuevas elecciones dieron el poder a Luis Napoleón Bonaparte, con quien de paso se aplastó la revolución romana en 1849 y quien más tarde instauró el Segundo Imperio francés. Un caso complejo fue el austríaco, no solo restringido a la insurrección vienesa, sino también directamente afectado por los acontecimientos en Hungría, Chequia, Croacia y diversas partes de Italia. En poco tiempo se llegaron a redactar dos Constituciones, la de Kremsier y la de marzo, para volver a fines de 1851 a la situación anterior por medio de la Patente de Nochevieja. 

Por todo ello, se debería decir que, aunque el estallido de otras revoluciones sin duda influyó bajo la forma más bien de desencadenantes, las causas más profundas se deben buscar en la propia historia de cada una de las geografías en cuestión. Eso explica su aparente espontaneidad y también que se dedique gran parte del libro al periodo anterior a las revoluciones de 1848, y que de este modo dé cuenta mejor de lo ocurrido desde una pluralidad de precedentes tanto religiosos como económicos o políticos, como las revueltas de Lyon a partir de 1831 en Francia, la de los tejedores silesios en 1844, la de Galitzia en 1846, la guerra suiza del Sonderbund de 1847 o, por supuesto, la oleada revolucionaria de 1830, la cual, si bien con menor fuerza y difusión, anticipó de algún modo la de 1848. Para ello, Clark también hace ciertas incursiones en la historia intelectual y se detiene en algunos influyentes pensadores de la época, como Félicité Robert de Lamennais o Vincenzo Gioberti, así como en historiadores que, sobre todo desde marcos nacionalistas, ayudaron a suministrar relatos utilizados a lo largo de 1848, como fueron los casos del italiano Michele Amari, del checo František Palacký o del alemán Friedrich Christoph Dahlmann. En cambio, y más allá del enormemente influyente Alphonse de Lamartine, el resto de la muy importante historia revolucionaria recibe poca atención. Mientras que esta historia ya había sido exitosamente cultivada en lustros anteriores en Francia por figuras de primer orden como Adolphe Thiers o François-Auguste Mignet, o en Inglaterra por Thomas Carlyle, no hay que olvidar que justo en 1847 tanto Louis Blanc como Jules Michelet publicaron el primer volumen de sus respectivas obras Historia de la Revolución Francesa. Ese mismo año salió también a la luz la Histoire des montagnards de Alphonse Esquiros, en cuyo final escribió que la memoria de la Revolución Francesa es «la columna de fuego que guía a las generaciones errantes e indecisas en busca de una nueva tierra prometida»3

Ahora bien, también respecto a las causas, Clark procura desmarcarse de interpretaciones simples y problematiza la conexión directa entre la economía y la política, o entre la pobreza y la insurrección revolucionaria. Al respecto, remarca las diferencias entre «la geografía del hambre en 1845-1847 y la geografía de la revolución de 1848-1849». Además, explica que fueron las zonas de mayor hambruna de ese entonces las que precisamente menos se movilizaron, y por ello llega a concluir que «las revoluciones son acontecimientos políticos, procesos en que la política goza de cierta autonomía. No son simplemente una consecuencia necesaria de la presión acumulada por la aflicción y el resentimiento dentro de un sistema social».

Eso seguramente explique que esta historia sea fundamentalmente de carácter político y que funcione con especial brillantez en el complejo relato de carácter «evenemencial» de lo acontecido en 1848. En cambio, otros aspectos como la memoria no merecen una gran atención. Eso no impide que, gracias al generoso despliegue de información que logra Clark, esté reiteradamente presente a lo largo de la narración, o que se afirme que «las revoluciones de 1848 estallaron en un mundo que recordaba una época anterior de transformación» y que «desde los gorros frigios y las escarapelas a los árboles de la libertad y las banderas tricolor, los revolucionarios de toda Europa adornaron su empresa con los símbolos y costumbres de la gran predecesora». Sin embargo, esas relaciones con el pasado suelen ser más apuntadas o dichas de pasada que propiamente analizadas o problematizadas, lo que quizá explique ausencias en la bibliografía como el muy interesante libro Le procès de la liberté [El proceso de la libertad] de Michèle Riot-Sarcey4.

En este contexto se puede recordar que, en otro gran libro sobre las revoluciones de 1848, Jonathan Sperber había ido más lejos y había destacado que:

El factor más importante, si no el único, que configuró la doctrina política en la Europa de mediados del siglo xix fue la herencia de la Revolución Francesa de 1789. La revolución había creado la idea ahora familiar de espectro político, es decir, de colocar las posiciones políticas en una escala de izquierda a derecha. Además, las doctrinas políticas específicas de la década de 1840 se basaban en cuestiones planteadas por la Revolución: a veces, las respuestas propuestas se basaban a su vez en las ofrecidas por primera vez en la década posterior a 1789; otras, surgían del deseo de ir más allá de las soluciones ensayadas entonces. En cualquier caso, testimoniaron la enorme influencia de la Revolución en la evolución del siglo xix5.

Es decir, la memoria de la Revolución Francesa, sentida por muchos protagonistas como más próxima que la estrictamente más cercana en el plano cronológico de 1830, se plasmó en una pluralidad de aspectos que evidenciaron su influencia, tanto directa como indirecta. Por ello, no está de más resaltar que la primavera revolucionaria de 1848 no solo lo fue de hechos, sino también de recuerdos asimismo revolucionarios, que conectaron con la gran ebullición emocional de ese momento. De unos recuerdos vinculados a la memoria de la Revolución Francesa que se exhibieron estéticamente (como por medio de la bandera tricolor, los árboles de la libertad, los gorros frigios o los diferentes eslóganes y canciones revolucionarias) y se caracterizaron por su amplia transversalidad, tanto ideológica como geográfica. A fin de cuentas, esa memoria fue marcadamente plural, tanto que la propia monarquía de Orleans, de la mano de figuras centrales como François Guizot o Adolphe Thiers, ya había buscado establecer previamente una relación productiva con ella (y también con la de Napoleón, cuyas cenizas, a instancias del propio Thiers, retornaron a Francia en 1840). El gobierno de Luis Felipe, hijo de un conocido protagonista y a la vez víctima de la Revolución Francesa como el llamado Felipe Igualdad, incluso había aceptado la tricolor como la bandera nacional de Francia (mientras que, por el contrario, la Constitución de su monarquía no era más que una versión revisada de la Carta otorgada de Luis xviii). En 1848 esa misma bandera fue objeto de litigio, pues muchos revolucionarios reivindicaron una roja que simbolizaba las luchas emprendidas en los lustros anteriores y que, sin embargo, fue célebremente rechazada por Lamartine. Según lo señalado por Louis Ménard en su Prologue d’une révolution [Prólogo de una revolución] (1849), en un principio se prometió que, en compensación, se cambiaría el orden de los colores, lo que al final nunca se materializó, y al poco tiempo se proscribieron los gorros frigios (jacobinos) y la memoria de 17936. Con ello se evidenciaba que no solo se admiraba la Revolución Francesa, sino que también se temían algunos de sus recuerdos y legados. Por su parte, la propia Marsellesa condujo a variadas disputas y, pese a ser repetidamente entonada por muchos revolucionarios en todo el continente, no fue aceptada por su carácter sedicioso como himno oficial francés, y se prefirió escoger el hoy olvidado «Le chant des girondins» [El canto de los girondinos]. 

Así pues, la relación que a la hora de la verdad se estableció con ese pasado no dejó de ser compleja, y estuvo atravesada tanto por continuidades como por discontinuidades, tanto por admiración como por no pocos temores, y también por no pocas discrepancias acerca de cuál debía ser su legado para el presente. Por ello mismo, no hubo una sola memoria de la Revolución Francesa sino varias, cada una con sus propias narraciones e interpretaciones del pasado, que podían provenir de perspectivas como las jacobinas, las liberales o también las monárquicas. O, asimismo, de un cristianismo que en los lustros anteriores a 1848 defendió interpretaciones de un Jesús proletario y se entremezcló incluso con la memoria jacobina7. También podían cultivarse desde una óptica feminista, representada sin ir más lejos por figuras de primera línea como Jeanne Deroin8. Un aspecto paradójico es que, cada uno a su manera y con sus límites, tanto la monarquía de Orleans como la Segunda República Francesa, y más tarde el Segundo Imperio de Napoleón iii, compartieron su reivindicación de la Revolución Francesa, en este último caso, como se explicitó en la Constitución de 1852, supeditada al legado de Napoleón i. Es decir, tres regímenes políticos muy diferentes apelaron cada uno a su manera a una «misma» memoria de forma simbólica para legitimarse (si bien, como se suele decir, el diablo estaba en los detalles). Por otro lado, y pasando de lo diacrónico a lo sincrónico, el mismo recuerdo de la Revolución Francesa estuvo muy presente en el resto de Europa a lo largo de 1848, aunque de una manera compleja y problemática, no pocas veces meramente estética, y se podía amalgamar con las propias tradiciones o recuerdos de los territorios respectivos. Sin ir más lejos, el famoso lema «Libertad, igualdad, fraternidad» resonó más allá de las fronteras del país galo. Incluso el segundo principio inscrito al comienzo de la Constitución de 1849 de la efímera República romana afirmaba en un claro guiño a esa memoria que «el régimen democrático tiene por regla la igualdad, la libertad y la fraternidad». Además, esa memoria también podía generar sus variantes, y por ejemplo la asociación de trabajadores de Colonia, además de recurrir a la bandera roja, usó como divisa la tríada «libertad, fraternidad, trabajo»9. Entre los carteles, proclamas u octavillas parisinos también circularon variaciones como «Libertad, orden, reforma», «Libertad, igualdad, fraternidad, unidad» o «Libertad, igualdad, fraternidad, solidaridad»10.

Ejemplos prácticos muy interesantes, y mencionados a lo largo del libro, fueron la institución de Comités de Seguridad Pública y de Guardias Nacionales (o Civiles) en diferentes partes de la geografía europea. Además, en muchas partes, lo que se produjo fue una suerte de mestizaje. Como recuerda Clark, en Croacia se mezclaron escarapelas y banderas tricolor con gorros rojos y surkas (chaquetas tradicionales) azules. 

Para acabar, esa memoria no solo fue recordada por sus actores o partidarios, sino también por sus detractores o enemigos, quienes de este modo se retroalimentaron. En el contexto transnacional de 1848 eso podía servir para intentar desautorizar las ideas revolucionarias fuera del país galo al presentarlas como francesas o foráneas. Por ejemplo, el entonces influyente teólogo Ernst Wilhelm Hengstenberg denunció en abril de 1848 que «los radicales de París han remodelado Alemania. En todo, grande y pequeño, desde el ateísmo hasta las elecciones primarias, desde las barricadas hasta la tricolor, estamos copiando exactamente el modelo francés»11. El propio Federico Guillermo iv de Prusia había alentado el mito de que la revolución alemana de marzo de 1848 había sido un acontecimiento promovido y dirigido por extranjeros, especialmente franceses. Estas pocas cuestiones, aquí meramente esbozadas o apuntadas con gran brevedad, sirven para recordar que la historia también está compuesta de memoria y que las dos se entrecruzan de múltiples maneras. Al fin y al cabo, lo sucedido en 1848 destacó no solo por una gran complejidad histórica, magistralmente explicada por Clark, sino también por una gran complejidad memorística. 

Curiosamente, la propia cuestión de la memoria, si bien desde una óptica más prospectiva que retrospectiva, se encuentra a su manera muy presente en el libro, pues este no pretende ser solo una historia de 1848, sino también una suerte de reivindicación de lo acaecido ese año. Por un lado, Clark desliza bastantes analogías o paralelismos entre ese pasado y el presente. Por el otro, porque, siguiendo la línea de otros autores como Jonathan Sperber, el libro desafía la retórica del «supuesto fracaso de 1848». Frente a la fugacidad de los acontecimientos históricos revolucionarios, Clark pone de relieve la perdurabilidad de unas cuantas de sus conquistas. Para empezar, porque el triunfo de la contrarrevolución no significó el regreso al statu quo prerrevolucionario. De hecho, afirma Clark, el orden posrevolucionario habría sido tan eficaz «a la hora de controlar el terreno intermedio de la política, que consiguió marginar tanto a la izquierda democrática como a la vieja derecha». Por ello, recalca, incluso los conservadores se tuvieron que adaptar en muchos casos a un nuevo escenario constitucional o parlamentario que supuso no pocos cambios y posibilitó otros en el futuro. Todo ello redundó en una profunda transformación en las prácticas políticas y administrativas de todo el continente, derivando en lo que en el libro se llega a denominar una «revolución gubernativa europea». Además, Clark destaca la relevancia de la redacción de muchas nuevas constituciones en esos años. Algunas efímeras e infecundas, pero otras no tanto, como el piamontés Statuto Albertino que luego serviría de base para el futuro Estado italiano. Por otro lado, otras no muy conocidas, como la valaca Proclamación de Islaz de 1848 y la Constitución de la República romana de 1849, destacaron por ser las primeras en abolir la pena de muerte. Un caso remarcable fue el de Dinamarca, país que habría protagonizado en 1849 una «revolución constitucional» que transformó la monarquía absolutista anterior en una de «las culturas políticas más democráticas del mundo» y cuya influencia, vía reformas constitucionales intermedias, llega hasta el presente. Todavía hoy, el 5 de junio es un día festivo en Dinamarca que recuerda el día de la Constitución de 1849.

Un detalle interesante es que esta reivindicación de Clark, que podríamos calificar más de histórica que de política, se sustenta en una visión reformista. Del libro parece concluirse que las revoluciones más exitosas fueron aquellas que supieron canalizar el impulso revolucionario hacia vías reformistas y constitucionales. Los mejores ejemplos serían seguramente los citados de Dinamarca e incluso Países Bajos, donde en verdad la reacción gubernamental pareció ser más bien preventiva. En cambio, las revoluciones más osadas fueron ahogadas y las nuevas repúblicas, como la francesa o la romana, derrocadas al poco tiempo.

Por ello, sería interesante ahondar en esta perspectiva de Clark, y también complementarla con una lectura más desde la memoria que desde la historia, el lugar en el que preponderantemente se mueve el libro. Para empezar, no hay que olvidar que la importancia de las revoluciones de 1848 ya había sido anteriormente recordada y reivindicada por numerosos historiadores, como se vio durante la celebración de su sesquicentenario. Antes Maurice Agulhon había comenzado su libro dedicado a Les quarante-huitards [Los del 48] (1975) señalando que «1848 nos parece una revolución olvidada, o menospreciada, por la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, y nos parecía que allí había una injusticia, una pendiente que remontar, o una reputación que reconstruir»12. Se trata de una tesis repetida en diversas ocasiones y que ha desembocado en estudios como 1848, la révolution oubliée [1848, la revolución olvidada] (2009) de Michèle Riot-Sarcey y Maurizio Gribaudi o está presente en otros como Quand la republique était révolutionnaire. Citoyenneté et répresentation en 1848 [Cuando la república era revolucionaria. Ciudadanía y representación en 1848] (2014) de Samuel Hayat, obra cuya cronología se centra sintomáticamente en lo acontecido hasta junio de 1848.

Por ello, no está de más resaltar que, pese a los reiterados esfuerzos historiográficos, 1848 en el ámbito público se ha seguido caracterizando por cierta «desherencia» a escala internacional (mientras que su recuerdo todavía permanece bastante vivo a escala nacional en países como Dinamarca o Hungría, cuyo día nacional, celebrado el 15 de marzo, hace referencia al estallido de la revolución de 1848 en Budapest).

Paradójicamente, se podría decir que la Revolución Francesa fue una historia preponderantemente nacional que logró generar una gran memoria de alcance internacional, mientras que las revoluciones transnacionales de medio siglo después no han podido ir más allá de memorias nacionales, en plural, cada una con sus propios relatos, recorridos y conflictos, a su manera ligados por ejemplo al Sonderweg alemán o al Risorgimento italiano13. Una derivación curiosa fue que en italiano la expresión «fare un quarantotto» se convirtió en sinónimo de causar un gran desorden o confusión. 

Además, y a causa del galocentrismo de la memoria revolucionaria a lo largo del siglo xix, la experiencia de 1848 se asoció tempranamente a la decepción padecida en Francia. De ahí que ese año no posea ningún símbolo equivalente a los de la Bastilla, la Marsellesa, la Tricolor o la famosa tríada revolucionaria «Libertad, igualdad, fraternidad». De hecho, la mayoría de los que empleó fueron directa o indirectamente prestados y no supo generar ninguno con un impacto semejante a escala internacional. Eso explica que, aunque la memoria de 1848 no dejara de tener sus partidarios, la de la primera Revolución Francesa continuara siendo la más importante en el país galo y fuera la principal tanto durante la Comuna parisina de 1871 como durante la Tercera República Francesa. Como se sabe, los principales símbolos nacionales franceses todavía enlazan hoy en día con los hechos de 1789. Y es que a veces los pasados lejanos pueden ser los más próximos desde el punto de vista emotivo.

Respecto a la tesis del fracaso, también hay que tener en cuenta que las opiniones negativas vertidas hacia las revoluciones de 1848, y que en muchos casos convendría englobar bajo el rótulo de la decepción, provinieron de figuras que con el tiempo se consolidaron como personajes de primer orden en la historia política y, en concreto, de la revolucionaria. Tal es el caso de Karl Marx, Friedrich Engels, Pierre-Joseph Proudhon, Mijaíl Bakunin e incluso Louis Auguste Blanqui. Un problema decisivo fue que en 1848 se abrieron horizontes de ruptura tan grandes y esperanzadores que su desenlace posterior, con episodios tan determinantes y significativos para la memoria revolucionaria como las Jornadas de Junio, condujo a una terrible desilusión, la cual se plasmó incluso en desafecciones a la misma creencia en la revolución, hasta que el estallido de la Comuna de París en 1871 condujo a su posterior reactivación. Pese a que se trató de un acontecimiento mucho más local y fue rápidamente aplastada y, por tanto, en muchos sentidos un fracaso, la experiencia communarde se convirtió en un símbolo de referencia y de esperanza a escala internacional que contrastó vivamente con los procesos de 1848. 

Por ello mismo, mientras que la primera pasó a ser ampliamente reivindicada por referentes revolucionarios como Marx, Engels o Bakunin, la segunda quedó por contraste reducida a ese estatuto de farsa, o de traición según el anarquista ruso, con el que se la asoció de manera exagerada a causa de las célebres líneas iniciales de la obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La posteridad de 1848, al menos en términos de memoria, fue mucho menos fructífera que la de 1789 o 1871.Por ello, la revolución de 1848, sobre todo analizada desde la óptica francesa, fue presentada de diversas maneras como una gran lección para los revolucionarios; esta debía servir para comprender que la revolución no podía ser meramente política, sino que también debía atreverse a ser social; debía atreverse a ser ambiciosa y audaz y escapar a la imagen de impotencia; debía comprender que la burguesía ya no formaba parte de los movimientos revolucionarios y que, como mostraron las Jornadas de Junio, podía reprimir a la clase obrera en beneficio de sus propios intereses; y, finalmente, no debía caer en ficciones políticas como la de la fraternidad, celebrada pomposamente como festivo en Francia el 20 de abril de 1848 y que congregó tres días antes de las elecciones cerca de un millón de personas, sino que, por decirlo con Marx, debía comprender la lucha revolucionaria desde otros marcos, sobre todo desde la lucha de clases. 

Todo eso no impidió que, de todos modos, como en el caso de Marx, se reivindicara a ciertos revolucionarios de 1848, como los sublevados en las Jornadas de Junio, pero su memoria quedó opacada por sus vencedores. Por cierto, el propio pensador alemán interpretó en parte las otras revoluciones coetáneas desde la óptica de la francesa y por ejemplo definió la berlinesa como una «parodia de 1789»14.

Sin duda, la lectura de Clark sirve para problematizar con profundidad y brillantez toda esta visión desde la historia, aunque el estudio de estas cuestiones también ayuda a comprender el (reducido) papel que, con algunas excepciones como las comentadas, las revoluciones de 1848 tienen en la memoria contemporánea. Con ello, pues, esta obra también puede ser provechosamente utilizada para ahondar en el sempiterno debate entre la historia y la memoria, especialmente interesante a lo largo de estos convulsos episodios del pasado. A fin de cuentas, su libro es un magnífico ejemplo de cómo hacer una muy buena historia, así como una referencia en lo sucesivo ineludible para comprender en su complejidad esa oleada revolucionaria desde una óptica transnacional.

  • 1.

    Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2024.

  • 2.

    C. Clark: ob. cit. En adelante, todas las citas de la obra corresponden a la edición mencionada en su versión para Kindle.

  • 3.

    A. Esquiros: Histoire des montagnards 2, Victor Lecou, París, 1847, p. 475.

  • 4.

     La Découverte, París, 2016.

  • 5.

     J. Sperber: The European Revolutions, 1848-1851, Cambridge UP, Cambridge, 2005, p. 65.

  • 6.

    L. Ménard: Prologue d’une révolution, Bureau du Peuple, París, 1849, pp. 59-60

  • 7.

    V. al respecto Franck Paul Bowman: Le Christ des barricades, 1789-1848, Les Editions du Cerf, París, 1987.

  • 8.

    V. al respecto Sara Sánchez: Jeanne Deroin: una voz para las oprimidas. Vida, revolución y exilio, Comares, Granada, 2023.

  • 9.

    Jonathan Sperberg: Rhineland Radicals: The Democratic Movement and the Revolution of 1848- 1849, Princeton UP, Princeton, 1993, p. 290.

  • 10.

    Charles Boutin: Les murailles révolutionnaires de 1848 1, Picard, París, 1868, pp. 19, 38 y 237.

  • 11.

    Cit. en Rüdiger Hachtmann: 1848: Revolution in Berlin, Edition Q, Berlín, 2022.

  • 12.

    M. Agulhon: Les quarante-huitards, Gallimard, París, 1975, p. 10.

  • 13.

    Para estas cuestiones, y otras vinculadas a la memoria, v. Axel Körner (ed.): 1848: A European Revolution? International Ideas and National Memories of 1848, Palgrave Macmillan, Houndmills, 2000.

  • 14.

    K. Marx: «El proyecto de ley sobre la abolición de las cargas feudales» en K. Marx y F. Engels: Las revoluciones de 1848, FCE, Ciudad de México, 2006, pp. 201-202.

lundi 26 août 2024

Dépasser l’écosocialisme

SOURCE: https://www.legrandsoir.info/depasser-l-ecosocialisme.html

Une petite analyse du mouvement "écosocialiste occidental", sous la forme d'un hommage au grand Domenico Losurdo.

Renouer avec la notion de progrès social et scientifique, centre de toutes les attaques idéologiques bourgeoises actuelles post-modernes, suppose d’étudier sérieusement la forme la plus actuelle, voire ultime, du “marxisme occidental” : l’écosocialisme. De loin, ce point de vue, assimilant l’écosocialisme et le “marxisme occidental”, peut sembler cavalier, tant l’écosocialisme se pose comme une forme “radicale” d’anticapitalisme intégrant un retour assez franc à l’aspect anti-impérialiste de l’histoire du marxisme, à la manière “néo-léniniste” diront certains (Andréas Malm, Frédéric Lordon), donc, à première vue, anti-occidentale. Mais c’est oublier que les fondateurs écosocialistes revenant à la lettre de Marx, que j’appelle donc archéomarxistes, sont tous des penseurs issus de la sphère impérialiste (Bellamy Foster et Bookchin sont nord-américains, Malm est suédois, Kohei Saïto est japonais). D’une certaine façon, comme Français, je ne fais pas exception ; mon pays figure également en bonne place au palmarès des puissances impérialistes actuelles. L’objection est juste, mais on devrait pouvoir répondre, sans déterminisme excessif, qu’on peut, comme intellectuel marxiste, trahir sa “sphère impérialiste” comme on trahit sa classe petite bourgeoise, suivant la célèbre suggestion de Gramsci. Je rends ici hommage au philosophe marxiste Domenico Losurdo, lui-même occidental, quoique grand critique de ce qu’il définissait lui-même comme le “marxisme occidental” contre le “marxisme oriental” : Il ne partageait pas avec le grand Gramsci qu’une patrie commune. Je pose ici, j’y reviendrai, qu’une critique sérieuse de l’écosocialisme ne peut faire l’économie d’une telle distinction au sein de l’histoire du marxisme.

L’idée n’est pas de commencer ici une critique détaillée du travail, tout-à-fait respectable et utile, des exégètes occidentaux de Marx qui ont jeté les bases de l’écosocialisme. Leur thèse d’ensemble est connue : revoir l’œuvre de Marx à l’aune des problèmes écologiques actuels pour restaurer sa qualité de “prophète” anticapitaliste et l’inscrire dans le mouvement de l’écologie politique. Ecologie politique qui n’est certes pas qu’occidentale, mais tout de même issue et centrée sur cette sphère. Il s’agit bien de ce qu’on appelle classiquement au vingtième siècle des auteurs “révisionnistes”, qui “révisent” la théorie marxiste dans une perspective tronquée. Les révisionnistes historiques Kautsky et Bernstein avaient en leur temps déformé Marx pour fonder leurs théories sociale-démocrates ultra-impérialistes.

Nos écosocialistes suivent quant à eux le sillage de l’école de Francfort, toute aussi occidentale, pour réviser Marx à la lumière des questions écologiques, avec une touche typiquement anti-progrès inspirée du philosophe Walter Benjamin. Dans les deux cas, l’antisoviétisme des auteurs est une base commune indiscutable, un postulat de départ même : le camp socialiste fut “productiviste”, voire “capitaliste d’Etat” et “autoritaire”, de part en part. Il ne doit pas être un modèle mais un contre-modèle.

Ajoutons que cet écosocialisme n’est pas qu’un courant de pensée. D’où l’importance d’une critique sérieuse et popularisable, encore à faire. C’est une idéologie rassemblant de nombreux acteurs politiques de la gauche antilibérale occidentale (trotskistes, Insoumis, Syriza, Die Linke, etc.). Or, comme courant de pensée, il cherche, sans le pouvoir, à marier un point de vue strictement “marxiste occidental” (antisoviétique et anti-science) à des questions écologiques qui se posent, quant à elles, dans un champ explicitement scientifique. Deux écueils le mènent donc à l’impasse : son antisoviétisme occidentalocentré et son caractère postmoderne anti-science. Ces deux écueils sont, bien sûr, liés dialectiquement par la tendance à la domination de l’idéologie bourgeoise sur le “marxisme occidental” historique.

Premier écueil donc : son caractère anti-science. Il faut le dire, celui-ci est beaucoup moins évident qu’à l’époque du freudo-marxisme ou du post-structuralisme althussérien. Pour dénoncer des catastrophes écologiques à venir, il faut tout de même un peu d’ontologie. Ce qui n’est pas sans poser de problèmes à nos archéomarxistes d’ailleurs. Disons-le par parenthèse : aucun d’entre eux n’est véritablement scientifique. Saïto et Bookchin sont philosophes, Foster et Löwy sont sociologues [1]. Pourtant c’est bien l’intérêt prononcé de Marx pour les sciences, source de nombreuses citations dénichées, qui légitime en apparence l’écosocialisme comme nouvelle étape du marxisme.

Là encore, l’intérêt de Marx pour les sciences est évidemment central, mais il a été si souvent moqué ou au moins minoré par les marxistes occidentaux qu’on peut s’étonner d’un tel regain d’intérêt. Heureusement l’hostilité vis à vis d’Engels et de sa “Dialectique de la Nature” reste intacte. L’écosocialisme doit se détourner de toute tentative “matérialiste dialectique”, se donnant d’ailleurs beaucoup de mal pour penser le lien société-nature avec des néologismes inutiles (“double détermination société-nature” comme “unité-différenciée” ou “unité-séparée” 2]), sans recourir tout simplement à la “lutte et l’unité des contraires” du Diamat 3] bassement soviétique. Il y a donc bien sûr une tentation ontologique dans le révisionnisme écosocialiste, mais contrebalancée par un rejet de la technique qui résonne comme une vieille hostilité vis-à-vis de la science en général.

C’est le terme utilisé par Marx de Stoffwechsel, couramment traduit par métabolisme en français et en anglais, qui étaye l’idée, abusive, que Marx se serait converti à la “décroissance” sur le tard. En biologie en effet le terme métabolisme est parfois associé à l’idée de circulation cyclique, stable et autorégulée, en particulier en physiologie. Mais ce n’est pas le cas en biologie moléculaire par exemple, où le métabolisme désigne simplement un flux bilatéral de construction (anabolisme) et de destruction (catabolisme) moléculaire, sans cyclicité obligatoire. Marx utilise le terme métabolisme dans le sens d’une circulation matérielle, avec l’idée qu’il y a, en agriculture en particulier, un nécessaire recyclage des sels minéraux fertilisant les sols, que l’agriculture intensive vient rompre. Liebig, chimiste contemporain de Marx, l’avait mis en évidence et Marx s’en était à juste titre convaincu : les ressources de la nature sont limitées, et la fertilité des sols n’est pas infinie.

Ceci dit, le choix du lexique physiologique, plutôt étranger (et antérieur) à l’évolutionnisme, n’est pas anodin de la part des exégètes de Marx. Se référer à un “métabolisme” couramment autorégulé, en physiologie ou plus largement dans les écosystèmes (autorégulations tout à fait réelles au demeurant, et parfaitement dialectiques au sens marxiste du terme), c’est préférer les approches cycliques et stables, “harmonieuses”, aux approches plus évolutionnistes et dynamiques qui constituent pourtant le paradigme de la biologie toute entière. Le cycle de l’eau, le cycle du carbone, le cycle des sels minéraux, tous ces cycles semblent stables à notre échelle de temps, mais ils n’ont jamais été stables dans l’histoire de la planète, ni même au cours de l’histoire humaine. Mettre l’accent sur le terme métabolisme chez Marx pour faire accroire qu’il aurait appuyé son matérialisme historique sur les lois d’une nature immuable et autorégulée, c’est tout à fait contraire au paradigme darwinien comme à la pensée de Marx et Engels elle-même.

Après tout, le terme Stoffwechsel est composé de stoff (matériel) et de wechsel (changement) : il ne cache chez Marx aucun soupçon de fixisme ou de cyclicité de la nature telle que la fantasment les écologistes. Marx l’utilisait à la fois pour identifier ce qui circule entre les hommes (marchandises) et ce qui circule entre les hommes et la nature (dont les ressources naturelles). Des équilibres sont évidemment rompus par le capitalisme, ce que Liebig et Marx identifiaient déjà il y a deux siècles, parce que ce système est fondé sur une anarchie de la production, donc une impossibilité fondamentale à anticiper les bouleversements sur le long terme, tandis que le socialisme serait susceptible de rééquilibrer les échanges destructeurs. Cependant, au-delà de telles anticipations, l’évolution des sociétés reste parallèle à d’inéluctables évolutions environnementales dont nous ne sommes pas toujours responsables, mais qu’il faudra toujours (tenter de) surmonter. Et cette forme d’anticipation-là, liée notamment au maintien dynamique de la biodiversité et pas seulement du climat, n’est pas favorisée, c’est le moins qu’on puisse dire, par le fantasme d’une nature uniquement faite d’autorégulations.

Le vivant, et même l’Humanité, ont toujours dû surmonter, malgré une apparente stabilité, des bouleversements destructeurs, radicaux et inéluctables. Cette capacité d’adaptation, voire d’émancipation permanente, est sévèrement freinée par le capitalisme qui jugule la recherche scientifique pour ses propres intérêts court-termistes. L’émancipation permanente de l’Humanité vis-à-vis des bouleversements naturels, capacité qui intègre la résolution des déséquilibres anthropiques les plus graves, ne se limite certainement pas à ceux-ci et suppose une stimulation majeure de la recherche scientifique et des technosciences. Il est clair que les écologistes égarés, fussent-ils écosocialistes, s’y refusent par définition.

Pour Saïto, s’émancipant de Marx dans son second essai, le capitalisme en crise réalise, pour se survivre à lui-même, un triple transfert métabolique : trois stratégies permettraient de différer sa fin. Les deux premiers transferts ne sont pas des nouveautés, l’un est spatial (les conséquences écologiques néfastes de la surproduction sont transférées hors de l’occident impérialiste, dans le Sud global), l’autre est temporel (elles sont aussi différées aux générations futures selon l’adage marxien “Après moi le déluge” 4]). Mais le troisième est sans doute le principal, baptisé transfert technologique : celui-ci trahit un objectif anti-technosolutionniste, dont on peut admettre une légitimité jusqu’à un certain point, mais qui conduit l’auteur à la perspective d’un “communisme décroissant” hostile à toute technoscience, et à ce stade, ce n’est plus l’occident qui est visé mais toutes les puissances concurrentes du sud, à commencer par la Chine. Nous touchons donc ici le cœur du révisionnisme écosocialiste, le deuxième écueil.

Deuxième écueil : l’antisoviétisme et l’occidentalisme postcolonial. Pas commode à première vue d’expliquer ici que, sous des apparences anticoloniales et anticapitalistes, la dénonciation de toute croissance hors occident comme “capitalisme autoritaire” (voire “impérialiste” !), incluant la Chine et même Cuba, relève d’un esprit typiquement occidentalo-centré. Pour le comprendre, il faut, avec Losurdo, convoquer l’histoire précoce du mouvement : Marx et Engels enterrés, les marxistes ont eu, chez nous, bien du mal à accepter en 1917, que la révolution n’ait pas surgi du berceau européen de la “civilisation”.

Il faut rappeler que pour beaucoup d’occidentaux, marxistes ou non, l’Union Soviétique fut, avant tout, moins européenne qu’asiatique (ce qui n’est pas faux, s’il ne s’agissait pour eux d’une tare) : le méridional Staline, géorgien, et même ce petit fils de kalmouke qu’était Lénine confirmeront le soupçon, avant Mao, Ho Chi Minh et Kim Il Sung, quand il s’agira d’orientaliser la révolution socialiste. Et c’est sans doute cette forme de chauvinisme blanc [5], d’origine bourgeoise mais déteignant sur les intellectuels de gauche de l’époque, qui sous-tendra la théorie du “totalitarisme” soviétique ou chinois, et peut être par opposition la prétention de l’Allemagne, qui a produit Marx et Engels, ou de la France, qui a produit Robespierre et la Commune de Paris, à revendiquer la paternité du socialisme.

“La condamnation d’un “marxisme oriental” frelaté au profit de l’authentique, “occidental” a connu un vaste écho [...].” dit Losurdo. “Cette appréciation est devenue, aujourd’hui, carrément un lieu commun à “gauche”. Il a été intégré de façon explicite ou implicite par les auteurs qui forment la nouvelle génération du “marxisme occidental” après la fin de la “fin de l’histoire”, promoteurs ou participants de celle qui entend se considérer comme “renaissance de Marx”.” (D. Losurdo, “Marxisme occidental” et “marxisme oriental”, une scission malheureuse in La Chine et le monde, développement et socialisme, Séminaire international -ouvrage collectif-, Le temps des cerises, 2013). Il poursuit en convoquant un vieux marxiste italien, comme nous aurions pu convoquer ses contemporains français Jules Guesde ou Léon Blum : “Le dirigeant réformiste Filippo Turati reproche aux tenants italiens du bolchevisme d’oublier “notre grande supériorité d’évolution civile d’un point de vue historique” et de s’abandonner par conséquent à l’engouement pour “l’univers oriental, face au monde occidental et européen”. Ils ne songent pas que les soviets russes sont aux parlements européens ce que la “horde” barbare est à la “cité”. [...] Kautsky avait été encore plus sévère [...]. Ce qui se produisait en Russie n’avait rien à voir avec le socialisme ou le marxisme. [...] “En Russie, on réalise la dernière révolution bourgeoise et non la première des socialistes.” Aux yeux de Turati comme à ceux de Kautsky, la Russie soviétique de 1919 ne relevait en dernière analyse que du “capitalisme autoritaire” et sans démocratie.” (id.) Relire à la lumière de ces bienveillantes réflexions la prose anti-chinoise actuelle de “gauche”...

L’idée que les pays en transition vers le socialisme ne sont en fait que des capitalistes copiant les occidentaux, la “démocratie” en moins, n’est donc pas nouvelle, et là encore, c’est aux écosocialistes occidentaux d’éclairer le monde, à commencer par le Sud global, sur l’importance de “mieux comprendre Marx”. Cette arrogance occidentale explique aussi pourquoi les indiscutables avancées de la Chine ou de Cuba en matière d’écologie sont à la fois incompréhensibles et systématiquement occultées par nos exégètes : les solutions sont dans les textes, pas dans les faits ou dans l’histoire réelle.

L’injonction faite au sud de suivre la voie d’un “communisme décroissant” (Saïto) relève lui aussi d’une tradition occidentale, jadis dénoncée par Marx et Engels chez les socialistes utopiques : “Rien n’est plus facile que de recouvrir d’un vernis socialiste l’ascétisme chrétien” disaient-ils dans le Manifeste (cité par Losurdo, id.). Losurdo précise : “Marx et Engels le font remarquer encore : “les premiers mouvements du prolétariat” sont souvent caractérisés par un ascétisme général et un égalitarisme grossier”.” (id.). Voilà qui résume à peu près le “partage égalitaire de la misère” que vendent les écosocialistes décroissants au Sud global, niant, consciemment ou non, l’impératif de croissance que suppose la course au développement technico-scientifique et économique pour survivre à l’encerclement impérialiste. “C’est justement pour avoir réussi sa tentative de réduction drastique de l’inégalité - économique et technologique - au plan international que la Chine se trouve aujourd’hui dans les meilleures conditions pour s’attaquer au problème de la lutte contre les inégalités au plan intérieur, grâce notamment aux ressources économiques et technologiques accumulées entre-temps.” (id.) On pourrait ajouter, dans le sillage de cette logique de “NEP” [6], que, pour résoudre localement les contraintes environnementales et climatiques elles-mêmes, le développement technique chinois est lui aussi incontournable. Ne doutons pas que ces avancées existent (en Chine comme à Cuba) et qu’elles résultent d’impératifs développementaux (et non décroissants) : les ressources naturelles locales, les sols, la flore, la faune, toutes ces richesses précieuses sont avant tout considérées comme nationales et donc vitales pour la souveraineté, voire la survie face à l’encerclement impérialiste. Sur le long terme, pendant que l’impérialisme court-termiste détruira ses propres ressources ou celles de ses semi-colonies, la Chine, qui planifie son avenir, a tout intérêt à préserver ses propres ressources pour gagner par l’endurance. Ainsi peut-on parier sur l’avenir des non-alignés se démarquant de l’occident impérialiste, avec le socialisme comme perspective.

Le rapport à la science est tout à fait antagonique entre les deux “marxismes”, et c’est je pense ce qu’il faut retenir ici pour l’avenir : quand l’un la considère suspecte de consubstancialité avec le capital et s’en détourne (néolyssenkisme queer, etc.), l’autre y voit une ressource capitale pour s’en émanciper. Losurdo cite volontiers pour illustrer cette contradiction les révolutionnaires Sun Yat Sen, Hô Chi Minh, et Lénine lui-même. “Le futur leader du Vietnam séjourne en France pour apprendre la culture de ce pays et aussi la science et la technique [souligné par D.L.].” Losurdo mentionne aussi “l’intérêt dominant de Sun Yat Sen [futur président de la République chinoise, séjournant en France] le secret de l’occident, c’est-à-dire la technologie dans tous ses aspects [...]” (id.). Mais il poursuit, sur les révolutionnaires russes d’abord influencés par l’occident : “Une telle foi dans la science et la technique n’est pas partagée en occident. [mentionnant Boukharine qui voyage en Europe et aux EU en 1911, il le cite, concernant l’appareil d’État capitaliste à l’aube de la première guerre mondiale :] “Voici un nouveau Léviathan, devant lequel la fantaisie de Thomas Hobbes semble un jeu d’enfant.” [...] Toute la grande machine technique s’est muée en une “énorme machine à tuer”. On a l’impression qu’une telle analyse a tendance à lier trop étroitement science et technique d’un côté, et capitalisme et impérialisme de l’autre.” (Id.)

“En occident, sciences et techniques font pleinement partie du “nouveau Léviathan”, poursuit Losurdo, “car utilisées par la bourgeoisie capitaliste [...]. En Orient, la science et la technique sont vitales pour développer la résistance contre la politique d’assujettissement et d’oppression que justement le “nouveau Léviathan” met à exécution. A bien y regarder, la différence qui nous occupe n’est pas entre Est et Ouest, mais entre pays, pour la plupart économiquement et politiquement arriérés, où les communistes sont engagés à battre le terrain inexploré de la construction d’une société post-capitaliste, et pays capitalistes avancés où les communistes ne peuvent que jouer un rôle d’opposition et de critique.” (Id.) Lénine lui-même ne fait pas exception dans cette contradiction entre les deux contextes : “Dans les années précédent la première guerre mondiale et la révolution d’Octobre, Boukharine et Lénine - exilés en occident et éloignés des devoirs qu’impose la direction de l’Etat - sont proches du “marxisme occidental”, chacun à sa manière. Tournés vers l’édification d’un nouveau système social, ils défendent ensuite, chacun avec des modalités différentes, des positions semblables à celles des communistes vietnamiens et chinois avaient élaborées à partir des exigences et des perspectives de la révolution anticoloniale.” (Id.)

On retrouve chez les écosocialistes moralisateurs d’aujourd’hui non seulement les réflexes d’un Turati quand il s’agit d’analyser ce qui se passe politiquement hors d’occident (la Chine comme “capitalisme sans démocratie” par exemple), mais aussi cette posture infertile consistant à jouer vis-à-vis du capital destructeur de l’environnement un simple “rôle d’opposition et de critique”. Ils ignorent, ou veulent ignorer, toute l’histoire “écologique” du communisme soviétique (essentiellement pré-khrouchtchévien) puis chinois et cubain. Ils sont - disons-le - impuissants à ouvrir une perspective que, du reste, le camp socialiste a ouvert depuis longtemps, et dont il est urgent de s’inspirer.

Double contradiction donc chez les écosocialistes, qu’il n’est pas aisé de démasquer : Le “marxisme occidental” écosocialiste se présente d’une part comme un anti-impérialisme venant au secours de la périphérie contre un centre pollueur et destructeur, alors qu’il part d’un antisoviétisme occidentalo-centré d’inspiration tout à fait bourgeoise. Il se présente d’autre part comme une théorie du retour à la Nature contre le Capital (titre du premier essai de Saïto d’ailleurs), alors que son rejet postmoderne des “sciences de la Nature” fonde sa nostalgie préindustrielle. D’un côté, venir “au secours” de la périphérie, ne serait-ce qu’idéologiquement, est une marque de pensée néocoloniale tout à fait contemporaine, typique du “marxisme occidental” décrit par Losurdo. D’un autre, le rejet des sciences de la nature est lui-même typique d’un tel “marxisme” essentiellement critique : l’indiscutable explosion scientifique et technique qui a marqué la Renaissance en Europe a fait accroire à nos exégètes que science et capitalisme sont consubstantiels. Et la riche histoire scientifique de l’URSS leur apparaît soit comme un prolongement du même productivisme destructeur dans un camp “faussement socialiste”, soit comme une fausse science tombée dans l’impasse du “diamat” totalitaire. Dans les deux cas, le chauvinisme paneuropéen explique, et c’est grave pour le mouvement marxiste, son aversion pour les sciences de la nature et la technologie, forcément mortifère.

Il est temps au contraire, pour nous occidentaux comme pour tous les progressistes “orientaux” luttant contre la pieuvre impérialiste et ses méfaits (y compris environnementaux), non seulement de dénoncer cette cinquième colonne décroissantiste, comme Lénine l’avait fait avec le révisionniste Kautsky par exemple, mais surtout d’ouvrir, sur les pas de Lénine encore, une perspective idéologique révolutionnaire susceptible de résoudre, pas à pas, dans une lutte tous azimuts, les innombrables catastrophes dans lesquelles l’impérialisme nous précipite... avec une foi retrouvée en la science et dans le progrès humain.

[1] Signalons pour aller plus loin que les biologistes sont en réalité bien silencieux dans les arènes du combat idéologique écosocialiste (voire écologiste tout court), marqueur supplémentaire de la gêne persistante en occident que provoquerait une implication de la biologie dans le champ politique. Les amateurs de Youtube remarqueront par exemple que la scène médiatique est saturée, au-delà des “philosophes” au sens strict, de physiciens tels que Aurélien Barrau, Jean-Marc Jancovici, Etienne Klein, etc.

[2] Kohei Saïto, Marx in the Anthropocene. 2023.

3] Les soviétiques amateurs d’abréviation parlaient du Diamat pour le matérialisme dialectique, philosophie officielle de l’Etat, outrageusement “ontologique”, “ossifiée” ou “caricaturale” pour le marxiste occidental bon teint.

[4] “Après moi le déluge ! Telle est la devise de tout capitaliste et de toute nation capitaliste.” Karl Marx, Le Capital, livre premier, chapitre 10 : La journée de travail.

[5] On pourrait dire de façon plus lisse “paneuropéen”.

[6] La “NEP” ou “Nouvelle Politique Économique” lancée par Lénine pour stimuler la croissance en Russie de manière à développer les forces productives pour construire ensuite le Socialisme, a inspiré dans son sillage la politique économique chinoise actuelle, partant de plus loin encore dans le féodalisme qu’en Russie.