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Middle East Eye | Voces del Mundo
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Salieron de entre las sombras tambaleándose como fantasmas que regresaban al mundo de los vivos.
A un lado de la pantalla, las cámaras occidentales enfocaban los rostros sonrientes de 20 hombres israelíes liberados. Se difundieron sus nombres. Se presentó a sus familias. Sus reencuentros se retransmitieron en directo, bañados por una luz cálida, tiernos abrazos y una cobertura interminable.
Al otro lado, fuera de plano, prácticamente invisibles, casi 2.000 palestinos salían de las puertas de la prisión que se había tragado años de sus vidas.
No les esperaban luces de estudio. Ni presentadores sonrientes. Ni titulares brillantes. Sólo rostros demacrados, manos temblorosas, ojos vacíos que hablaban un idioma diferente: el idioma del dolor.
El contraste era inmenso.
Por cada israelí liberado, cien palestinos. Por cada nombre que el mundo escuchó, cien nombres borrados. Su regreso fue recibido con lágrimas, brazos abiertos, pero también con escombros, tumbas y espacios vacíos donde antes estaban sus hogares y sus seres queridos.
Era una celebración entremezclada con luto, alegría entretejida con dolor.
Shadi Abu Sido, un fotoperiodista secuestrado en el hospital Al-Shifa y retenido durante 20 meses en una celda israelí, era uno de ellos.
Cuando su esposa entró, corrió a abrazarla como un hombre desquiciado. Luego llegaron los niños, pequeños, temblorosos, buscando a su padre, a quien temían haber perdido para siempre. Él cayó de rodillas y los abrazó, acariciándoles el rostro con manos temblorosas y besándolos una y otra vez, frenético e incrédulo. Entre lágrimas, gritó: «Me dijeron que todos habían muerto. Me dijeron que Gaza había desaparecido».
Se aferró a ellos como un hombre que regresa de entre los muertos.
Ali al-Sayes salió tras 20 años en prisión. Su hija, una niña cuando lo detuvieron, ahora una joven, corrió hacia él llorando. Él le acarició el rostro con las palmas de las manos y le susurró suavemente: «Eres mi rosa».
No había palabras para describir las décadas robadas: los cumpleaños perdidos, el crecimiento que nunca vio, la vida que pasó sin él.
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Nadie a quien abrazar
Para otros, no quedaba nadie a quien abrazar. Haitham Salem salió con un brazalete que había hecho para el cumpleaños de su hija, que era en tres días.
Lo primero que escuchó al salir fue que su esposa y sus tres hijos habían muerto en Gaza. Se derrumbó, llorando: «Mis hijos han muerto. Mis hijos han muerto. Mis hijos han muerto».
Esa misma mañana, el padre del periodista Saleh Jafarawi enterró a su hijo. Horas más tarde, los autobuses que transportaban a los prisioneros liberados cruzaron a Gaza. Su hijo mayor, Naji, bajó del autobús, aturdido por el cautiverio, parpadeando ante la luz. Corrió a los brazos de su padre y le preguntó entre lágrimas: «¿Dónde está Saleh?».
El anciano lo abrazó con fuerza y, con la voz quebrada, le susurró: «Ayer fue martirizado».
Naji se derrumbó, con un dolor más pesado que las cadenas de las que acababa de liberarse. Su padre se arrodilló a su lado, acunando a su hijo destrozado, y ambos lloraron sobre el polvo.
Algunos no fueron liberados para volver a sus hogares, sino para que les exiliaran. Murad Abu Rub, de Ramala, fue deportado a Egipto en lugar de regresar a casa. Su hermana le había comprado un traje para el día de su liberación, adivinando su talla porque no lo había visto desde que era niño.
Pero la noticia llegó de repente. Se había ido. Sin despedida. Sin una última mirada. Sin el abrazo tan esperado. Su hermana lloraba.
Otros salieron tan débiles que apenas podían mantenerse en pie. Un padre se derrumbó en los brazos de sus tres hijos llorosos, cuyos gritos de «Ya baba» resonaban en el aire. Su cuerpo demacrado temblaba mientras ellos se aferraban a él, demasiado débil para abrazarlos a su vez.
Las autoridades israelíes habían preparado equipos de trauma para los cautivos israelíes que regresaban, y se sorprendieron al encontrarlos sanos, caminando sin ayuda y sonriendo a las cámaras. En marcado contraste, los palestinos que salieron mostraban marcas inequívocas de inanición y maltrato: rostros magullados, huesos visibles, ojos hundidos.
Su sufrimiento no fue accidental. Fue una política impuesta por el ministro de extrema derecha Itamar Ben Gvir, que ha convertido en su cruzada personal aplastar a los prisioneros palestinos mediante la humillación, el hambre y la violencia.
Las organizaciones de derechos humanos y la ONU han documentado torturas sistemáticas dentro de las prisiones israelíes: palizas salvajes, descargas eléctricas, posturas de estrés, violencia sexual, ataques con perros, quemaduras con cigarrillos, quemaduras químicas, inanición, denegación de medicamentos, de oración e incluso de sueño.
Esta crueldad está grabada en sus cuerpos. Algunos salen tan cambiados que ni siquiera sus propias madres los reconocen.
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«¿Has visto a mi hijo?»
Un vídeo muy difundido de un prisionero palestino llamado Hamza muestra a una madre mirando fijamente a su hijo después de dos años de encarcelamiento, hasta que alguien le susurra su nombre. Ella se derrumba, abrazándolo entre lágrimas, gritando: «¡Hamza! Oh, Hamza, habibi». Dos años de tortura, inanición y aislamiento lo habían convertido en otra persona.
Un ejemplo emblemático de esta crueldad es el caso del Dr. Adnan al-Bursh.
Este respetado cirujano ortopédico fue secuestrado en el hospital Al-Awda y llevado a la famosa prisión de Sde Teiman, un centro clandestino donde los detenidos palestinos desaparecen en un mundo de palizas y descargas eléctricas. Allí, los guardias lo violaron y lo dejaron morir en el patio.
Cuando salieron a la luz las imágenes de su calvario, los manifestantes israelíes salieron a la calle, no para protestar contra la tortura o la violación, sino para defender el derecho de los guardias a violar a los prisioneros palestinos.