La teología de la liberación revolucionó la forma en que la Iglesia católica latinoamericana entiende su misión. Surgida en un contexto de grandes cambios políticos, esta corriente propone una fe comprometida con la defensa de los pobres y la transformación de la realidad. Desde sus comienzos hasta su influencia en los documentos del papa Francisco, esta doctrina desafió estructuras tradicionales y generó debates apasionados.
José Zanca
En el complejo y dinámico paisaje del pensamiento religioso latinoamericano del siglo XX, la teología de la liberación emergió como una corriente teológica singular y profundamente influyente. Nacida al calor de las transformaciones sociales, políticas y económicas del continente, y catalizada por los aires renovadores del Concilio Vaticano II, propuso una relectura radical del mensaje cristiano desde la perspectiva de los oprimidos y marginados. Su irrupción no solo sacudió los cimientos de la teología tradicional, sino que también generó intensos debates y confrontaciones dentro de la Iglesia católica y más allá. Los orígenes, el auge y las posteriores vicisitudes de esta corriente teológica están marcados por su compromiso con la justicia social, su diálogo con las ciencias sociales y su conflictiva relación con las jerarquías eclesiásticas. Sin embargo, en su recorrido, la teología de la liberación también enfrentó desafíos internos y críticas que llevaron a su diversificación y reconfiguración en las últimas décadas.
Teología de la liberación: antecedentes y despliegue
La cultura católica es un producto paradójico de la modernidad y la secularización. Durante el siglo XIX, los estados nacionales fundaron una esfera laica, autónoma de la fe religiosa, e indirectamente crearon una esfera religiosa diferenciada. En las últimas décadas del siglo XIX, los estados en Europa y América comenzaron a controlar aspectos civiles como la educación, los cementerios y el registro de matrimonios y nacimientos, promoviendo una ciudadanía moderna. En algunos países, esto llevó a la separación entre Iglesia y Estado. Esta transformación del lugar de la religión en sociedades con observancia importante condujo a diversos resultados, como la guerra cristera en México, la laicización radical en Uruguay o separaciones más amigables entre Iglesia y Estado en Chile. En muchos casos la Iglesia católica aceptó un modus vivendi con el Estado moderno, manteniendo hasta la década de 1960 la aspiración de una sociedad integrada entre lo público y lo religioso, donde el poder político velara tanto por los cuerpos de los ciudadanos como por sus almas. Esto implicaba oponerse a la educación laica, al matrimonio civil, a la diversidad de cultos y a una esfera pública sin censura. Lo particular de la «era secular», según la definición de Charles Taylor, no radica en la desaparición de la religión, sino en que la creencia religiosa dejó de ser obligatoria. Esto implicaba que la Iglesia católica, para continuar ejerciendo su influencia, debía explorar otros medios, enfrentándose en la arena pública con sus adversarios (sectores liberales y de izquierda que promovían la profundización de la secularización) mediante las herramientas propias de la modernidad: la prensa, la edición de libros de acceso masivo, la radio e incluso el cine. En las primeras décadas del siglo XX, estos medios se convirtieron en figuras que podían defender a la Iglesia en un contexto claramente hostil.
Los intelectuales, una entidad surgida a fines del siglo XIX que hablaba en nombre de la sociedad y cuestionaba la razón de Estado, tuvieron también su versión cristiana. Los intelectuales confesionales debían conciliar la obediencia a dos sistemas de valores no siempre compatibles: las autoridades religiosas, legítimas conductoras de la iglesia a la que servían, y sus propias ideas como autores, su independencia como intelectuales y su singularidad como sujetos. Esta tensión en la que se insertaron los intelectuales católicos persistió a lo largo del siglo xx. Escritores, publicistas, teólogos y novelistas fueron fundamentales para definir los contornos de la cultura católica; pero, al mismo tiempo, fueron vistos con recelo por las autoridades de los episcopados locales y de Roma, custodios de la «sana doctrina». En las décadas de 1930 y 1940, el catolicismo experimentó un reavivamiento en su organización y presencia pública. Surgieron organizaciones como Acción Católica en Europa y América Latina, que agruparon a jóvenes, trabajadores, campesinos y niños. Se publicaron revistas y diarios masivos, se lanzaron emisiones de radio y proyectos editoriales que consolidaron una cultura católica en la que circulaban y se discutían los documentos papales y la «doctrina social de la Iglesia». Aunque la meta era recuperar terreno en una sociedad secularizada, esto generó una opinión pública interna que pronto comenzó a cuestionar la autoridad eclesiástica, influenciada por debates políticos y eventos como la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, que también dividieron al campo católico.
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