Misión Verdad | 01 de julio 2025
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Convertir la Luna en un gigantesco centro de datos es la propuesta que el ingeniero Omar Shams detalla en su ensayo «La Luna debería ser una computadora«, publicado el 18 de abril de 2025 en la revista «Palladium».
La premisa parte de un hecho verificable —cuanto más poder de cómputo reciben los modelos de inteligencia artificial, mejores son sus resultados— y proyecta una consecuencia drástica: la demanda energética crecerá tan rápido que, tarde o temprano, la Tierra se quedará corta.
La «solución» consiste en extraer silicio de la luna, desplegar fábricas robotizadas y cubrir el satélite con millones de chips alimentados por paneles solares, todo bajo control estadounidense.
Este planteamiento no llega desde un laboratorio neutral. Palladium opera con respaldo financiero e ideológico del inversor Peter Thiel, fundador de PayPal y Palantir, una figura central del movimiento neorreaccionario que promueve modelos de gobierno tecnocráticos y corporativamente dictatoriales.
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La fiebre del silicio que busca colonizar la luna
El ensayo de Shams arranca con un diagnóstico que, a primera vista, parece incontrovertible. Los modelos de inteligencia artificial mejoran cuando se les da más compute, es decir, la potencia de cálculo disponible para entrenar o ejecutar modelos de IA. En la jerga del sector se habla de leyes de escalado: duplicas la cantidad de chips o de datos y, casi mágicamente, el rendimiento sube en proporción logarítmica. Esta regla empírica respalda inversiones colosales.
Elon Musk ya construye en Memphis el superordenador Colossus, con 100 mil GPU H100 de Nvidia y un consumo estimado de 150 MW, equivalente a 7% de la demanda eléctrica de San Francisco.
Microsoft, por su parte, proyecta gastar 80 mil millones de dólares en nuevos centros de datos durante 2025, mientras que Amazon destinará al menos 11 mil millones en Georgia para infraestructura orientada en IA. La conclusión de Shams es que, si la tendencia continúa, la Tierra se quedará pequeña.
Una GPU (unidad de procesamiento gráfico) es un chip especializado en realizar miles de operaciones de forma simultánea, ideal para entrenar redes neuronales; cada H100 puede costar más de 30 mil dólares.
Ese salto retórico introduce la primera fisura lógica. El autor presenta la curva de demanda energética como un destino ineludible, sin considerar la opción de frenar o regular el apetito corporativo por cómputo.
En vez de discutir eficiencia o límites políticos al despliegue masivo de IA, propone externalizar el problema fuera del planeta. Aquí aparece la Luna como «territorio de expansión natural», con abundante silicio y espacio de sobra para desplegar paneles solares.
La narrativa se apoya en la caída del coste de enviar carga a órbita —de 50 mil dólares a unos 3 mil dólares por kilo gracias a SpaceX—, presentada como prueba de que la ingeniería ya no es una barrera real.
En el plano energético, Shams admite un obstáculo termodinámico. Todas las computadoras generan calor residual y, si multiplicamos por millones la potencia actual, ese calor podría elevar la temperatura media global varios grados. El autor cita el llamado límite de Landauer para sostener que la eficiencia física del silicio topará con un muro antes de 2080. Pero su respuesta es desplazarse hacia la Luna en lugar de cuestionar la premisa de crecimiento infinito.
Otro dato clave es el giro hacia la energía nuclear. Constellation Energy y Microsoft firmaron un acuerdo a 20 años para reactivar la planta nuclear Three Mile Island y aportar 835 megavatios exclusivamente a centros de IA. Shams lo celebra como paso necesario, y lo exhibe como prueba de que, antes de que la Tierra se quede sin reservas, será imprescindible buscar nuevas fuentes energéticas más allá del planeta.
El ensayo no menciona en absoluto el Tratado sobre el espacio ultraterrestre de 1967, que prohíbe la apropiación nacional de cuerpos celestes, ni aclara cuál régimen de propiedad se aplicaría a un satélite forrado de chips.
La distribución de los beneficios tampoco se presenta como un recurso global compartido sino como el feudo de las corporaciones capaces de plantar primero su bandera. En particular, las tecnológicas estadounidenses. Colonialismo corporativo, como entre los siglos XV y XIX.